
Ustedes no tienen ni idea de lo que es esto. Esta paz, esta armonía, solo podemos sentirla a este otro lado del reloj, esperando que se termine esta eternidad -si se termina- sin prisas, en medio de esta calma, de este asombro, de esta silenciosa detención del tiempo, de esta nada.
Hay quien dice que la muerte es una barbaridad, una atrocidad, sobre todo cuando es inesperada, como si uno no se pasara la vida esperándola. Algunos pretenden mirar para otro lado, como que no va con ellos, sin echar una ojeada al frente, al destino, al futuro. Se equivocan. La muerte no es más que una raya que se traza al final de la vida, una manera distinta de perder de vista el horizonte o, simplemente, una forma de dormir sin sueño. Cuando te llega la hora o te la hacen llegar, te despojas de todo lo humano y ya está, ya no te levantas más.
Morirse es como cruzar el misterioso umbral de lo desconocido y entrar en la zona más oscura del universo. Tienen razón quienes aseguran que se llega aquí a través de un largo túnel, pero no existe ese final luminoso que dicen. Aquí no hay luz. Por no haber, no hay ni una mísera bombilla. Es como la quiebra del día, en medio de una noche de soledad infinita, de vértigo y silencio.
La muerte es el vacío, lo negro, lo desnudo, una sombra vaga en un cristal oscuro que te atrapa entre sus suaves alas -necesarias para tan largo viaje- y te da un abrazo que dura toda la eternidad. La muerte es como un naufragio en el que se tira la vida por la borda y se fondea el barco en lo más profundo del océano.
¿Saben lo que más coraje me da? Verlos a ustedes vivos. A ustedes, sí, que son los que me han matado, los que me han asesinado por omisión de sus compromisos con la humanidad.
Yo soy el muerto aquel, latinoamericano, que los generales arrojaron vivo al mar, desde un avión, sin ninguna compasión. Un desaparecido más de los tantos que hubo en la larga lista de las caravanas de la muerte o en las cárceles de tanto sátrapa hijo de mala madre.
Soy el muerto aquel, afgano o de cualquier otra nacionalidad tercermundista, que no pudo llegar a adolescente porque se murió de asco, de hambre y miseria, en cualquier punto remoto del planeta, dejado de la mano de Dios, mientras ustedes se hartaban de asado y cabernet, de caviar y langosta, de putas y sexo.
El mismo al que un gobernador loco ató a la silla eléctrica para preservar el orden y la ley, el bienestar y la conciencia de sus ciudadanos.
El muerto aquel que los terroristas se llevaron por delante con sus bombas, en defensa de sus reivindicaciones políticas -de derecha o de izquierda, qué más da- o de la libertad -la suya, claro- o en nombre de un dios cruel, homicida y despiadado.
Sepan que me da coraje saber que podrían ustedes morirse tranquilamente en su cama, esperando la bendición apostólica de su santidad o que les cubran con el sagrado manto de una virgen cualquiera, de las tantas que pueblan nuestra arqueología religiosa.
En cuanto vea a Dios, un día de estos, le voy a pedir con toda mi alma que, cuando a ustedes, los políticos, los generales, los terroristas, los fanáticos, los sinvergüenzas y los hijos de puta, les llegue la hora, se los lleve derechitos al cielo, de una vez y para siempre.
No vaya a ser que caigan ustedes por aquí a joderme otra vez eternamente.
FOTO: Lluvia de perseidas en el cielo de verano del hemisferio Norte.