lunes, 23 de febrero de 2009

Mochila de emergencia

El alcalde de Madrid ha propuesto un plan de protección civil que recomienda tener preparado y a mano una especie de equipo familiar de supervivencia al que recurrir en caso de catástrofe, con medicamentos, teléfono, radio, agua, etc., para no salir, con las prisas, de cuerpo presente en el telediario de la noche.

Me gusta la idea y, visto cómo las gastan por acá, creo que no estaría mal procurarse una mochila, zurrón, alforja o talega de evacuación rápida, por si pintan bastos y hay que abandonar esto a toda pastilla, por tierra, río o Silvio Pettirossi, fallecido por cierto en un vuelo que le pilló sin mochila, en forma de paracaídas, cuando verificaba las reparaciones hechas a su avión, que ya es perra suerte.

En esta línea de sobrevivir al desastre, he decidido aviarme un equipo de supervivencia marca FG, bidireccional, que me sirva tanto para salir zumbando -mic mic- hacia Clorinda como para soportar estoicamente lo que se me venga encima, que viene suave con esto de la crisis.

Para el cuidado de la salud de uno, nada de ibuprofenos ni mariconadas de esas. Una cajita de gripidol es lo primero que pienso meter: barato, eficaz y paraguayo. Otra de imodium contra la diarrea, por lo del cambio de aguas. Una pomada antialérgica cridermol para uso tópico cuando las estupideces de políticos partidarios y líderes indígenas me provoquen picores y sarpullidos, y unos cuantos envases de alkaseltzer como paliativo para la previsible resaca de la mañana que sigue a la noche anterior.

Contra una eventual disfunción eréctil, nada mejor que unos comprimidos 36 horas, a base de tadalafil y, como complemento indispensable, una caja grande de condones sultán lubricados con silicona, sabor a frutilla, y un repelente marca off contra las calientapijas expertas en el hostigamiento simultáneo de entrepierna y billetera.

Para cultivar el intelecto, un ejemplar de El mundo sin fin que Laura me regaló en la feria del libro en Buenos Aires, unos cedés de Sabina, la colección completa de Mafalda y un par de botellas de merlot, sin olvidar un inhibidor de frecuencias marca Acme que me impida sintonizar la tele.

No estaría mal añadir una laptop pequeña a pilas, por si algún gánster brasilero nos jode la energía de Itaipú, una lista de librerías en Buenos Aires, una bufanda de lana para sentarme a leer en las terrazas de los cafés en invierno, un jamón ibérico de pata negra y el número de teléfono de alguna casa de hetairas, izas, rabizas o colipoterras de buena reputación.

Entre el pasaporte y la american express meteré un kalashnikov adquirido en Ciudad del Este o, si no lo consigo, una escopeta de cañones recortados. Porque sería indecoroso irme de acá sin agradecer los servicios prestados a quienes me cobraron de más por ser extranjero, me vendieron productos caducados, me intentaron coimear para darme la placa del auto, me mintieron y traicionaron sin motivo, me estafaron con el pintado de la terraza, se me comieron lo mejor de la heladera, se bebieron mi tempranillo de 100.000 guaracas la botella, me pidieron prestado para no devolverme la plata jamás y se me llevaron hasta la foto de Penélope Cruz que tenía en la mesita de noche. Compréndanlo.

FOTO: Sultán, el preservativo más seguro.


martes, 10 de febrero de 2009

El asesino

Compartiendo colchón con el bostezo y la humedad de la tarde, terminé de leer The Handmaid’s Tale, 1985, uno de los mayores éxitos literarios de la prolífica poetisa, novelista, crítica literaria, feminista y activista política canadiense Margaret Atwood. Se trata de una utopía negativa ambientada en una sociedad de derechas monoteísta ubicada en un vertedero nuclear, el antiguo Boston. Se adaptó para el cine y creo que también como una ópera.

Con sus 70 tacos a cuestas, la Atwood sigue luchando por la defensa de los derechos humanos, la libertad de expresión y utopías varias. Todo el dinero del galardón Booker Price lo donó para colaborar con causas medioambientales. Ahora acaba de ser distinguida con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y ha publicado en España una colección de relatos cortos en edición limitada no venal.

El caso es que uno de ellos me recordó el juego con el que nos divertíamos los adolescentes de mi barrio. Por aquel lejano entonces, andaba yo precariamente enamoriscado de una linda y delicada criatura, rubita ella, que se llamaba Begoña, que estaba enamorada de Alberto. La otra chica, cuyo nombre he olvidado, estaba enamorada de mí. Nadie sabía de quién estaba enamorado Alberto, que tenía fama de ser un poco rarito. Había más gente, pero no viene al caso.

Durante el desarrollo del juego, se apagaban las luces de lo que nos parecía un lugar fúnebre y terrorífico en el caserío de mi abuelo y jugábamos al asesino, que así se llamaba el juego. A los chicos nos permitía disfrutar poniendo las manos alrededor del cuello de las chicas y a las chicas el placer de gritar.

Se comienza doblando varios trozos de papel que se introducen en un sombrero, un cuenco, un bote de galletitas herzen vacío -que Lau me regaló lleno- o lo que sea. El que saca la X es el detective y el que saca el punto negro es el asesino, pero el resto de jugadores no sabe quién es el criminal. El detective apaga la luz y se queda quietecito junto al interruptor. El resto se mueve a ciegas en la oscuridad hasta que el asesino elige una víctima cuyo cuello rodea con sus manos y le da un terminante y decisivo apretón. La víctima lanza un grito y se desploma. Ahora todo el mundo tiene que dejar de moverse menos el asesino que, naturalmente, no desea que le encuentren cerca del cadáver.

El detective, al oír el grito, cuenta hasta diez, enciende la luz y comienza el interrogatorio. Todo el mundo debe decir la verdad, menos el asesino, que tiene que mentir. La víctima no está autorizada a contestar, dado que está muerta.

Recuerdo que, a veces, el criminal ponía sus pecadoras manos en alguna zona considerada prohibida del cuerpo de la chica víctima, con lo que el atrevido asesino quedaba expuesto a recibir una sonora bofetada si no se agachaba a tiempo. Otras veces, a la chiquilina le complacía el sobo y se demoraba en gritar.

FOTO: Tras hábil interrogatorio al mejor estilo Poirot, el de las novelas de Agatha Christie, el asesino ha sido identificado y esposado.