lunes, 29 de diciembre de 2008

Adiós al año de la Tierra

Este calendario que termina, el octavo del segundo milenio, ha sido dedicado por la UNESCO a nuestra gran morada: la Tierra.

Ha girado tanto, desde hace tanto tiempo, que poco puede importarle a ella -la mansión de la vida- esta insignificante nominación que, dicho sea de paso, nadie, salvo la propia UNESCO y algún ministerio de cultura sensible, se ha ocupado de propagar en los medios, difundir en el sector académico, darlo a conocer entre los escolares, vulgarizar entre la población y hacerlo trascender en nuestra vida diaria.

Menos aún debe importarle a ella -nuestra gran morada- cualquiera de los modos de medir el tiempo que hayamos puesto en marcha sus únicos pasajeros capaces de hacerlo. Todas nuestras efemérides y almanaques apenas deben suponerle una leve caricia, casi imperceptible, para quien no acumula años, sino edades.

Ella, de celebrar la fecha de su nacimiento, lo haría cada millón de años, de modo que su próxima onomástica sucederá, por cierto, cuando ya nuestra especie se haya extinguido. Para entonces, seguramente, nuestros errores habrán dado paso a otra raza, esperemos que, por fin, respetuosa con este pequeño, frágil, insustituible, soberbio, fascinante, hermoso y amenazado planeta azul que, habitado por la nueva estirpe, seguirá cobijando excepcionales acontecimientos y bellos escenarios durante otros tantos millones de años.

Para acceder a este esperanzador futuro es requisito imprescindible que el inquilino sabio que este planeta tiene ahora como su principal huésped, el ser humano, asuma responsabilidades y tome consciencia de la necesidad de proteger la biodiversidad, respetar la naturaleza, preservar la fauna, cuidar de los pueblos indígenas, controlar la explotación de recursos, mantener limpio el aire que respiramos, potable el agua que bebemos…

Nuestra gran morada, la Tierra, tiene el cielo azul como tejado de leve transparencia, horizontes de irrepetible belleza como paredes de luminosa lucidez, los ríos como corredores que nos invitan a pasear y el agua, siempre el agua, como primera condición de su hospitalidad. Su ausencia nos aporta el silencio que se apodera de los vacíos desiertos como la raíz de todos los sonidos, de nuestra música y de nuestras palabras.


Al finalizar este, creo, malogrado Año de la Tierra, deberíamos detenernos unos instantes a reflexionar sobre estas realidades. Acaso empezando por la más acuciante: la incuestionable pequeñez y fragilidad de nuestro mundo.


FOTO: Cataratas de Iguazú. Al fondo, la Garganta del Diablo.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Esquiando en el Pirineo

El invierno está siendo especialmente duro en este Pirineo de mis amores, con un frío intenso, un frío del carajo, nieve en cotas inusualmente bajas... Pero venía de Asunción como con "mono", con angustiosa necesidad física y anímica de darme una esquiada por Astún o Candanchú. Conseguí convencer a mis hijos Jorge y Diego para que me acompañaran un par de días. Mi mujer y mi hijo Guillermo tenían otros planes. Las fotos de nieve son muy espectaculares siempre. Aquí os dejo unas pocas.

Este es Diego. La foto está tomada justo unos segundos antes de que estampara literalmente su metro ochenta y mucho contra la nieve. Se desequilibró un poco en el aire y no pudo recuperar la compostura. No pasó nada.

Y aquí tenemos a Jorge en una "misión imposible" de las suyas, como cuando se puso a trepar con dos piolets por la pared del glaciar Perito Moreno, en la Patagonia, que nos dejó a todos sin respiración. Su experiencia en los Anapurnas parece un aval para sus locuras.

Este soy yo, saliendo de la línea de cumbre para iniciar un descenso que me propuse tranquilo y reposado, cosa rara en mi, disfrutando de ese impecable cielo azul con el que de vez en cuando nos obsequia nuestra amiga la montaña.

Aquí sigo yo, sacándole todo el partido que puedo a una magnífica nieve en polvo sobre la que se pueden hacer cosas como esta sin esforzarse mucho. A veces la meteorología permite usar bañador, pero esta vez el tiempo no estaba para despelotes.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Navidad

No me gusta la Navidad de las lucetitas, de los arbolitos de colores, de papás noeles barrigudos, disfrazados con grotescos trajes rojos, enormes barbas blancas y pelucas postizas. No me gusta la Navidad del consumo sin sentido, de la alegría forzada en una noche concreta en la que el champán o la sidra o la modesta caña te hacen poner una estúpida, risueña y complacida cara de sorpresa al recibir un regalo de alguien que se ha sentido medio obligado a hacerlo y a quien, más que probable, le has sugerido sutilmente lo que te debería regalar.

En cambio, me emociono profundamente cada año cuando escucho y a veces pongo mi voz a la canción de José Luis Perales que habla de una Navidad de esperanza, de compartir, de ternura, de perdón, de futuro y de paz: mientras haya en la tierra un niño feliz, mientras haya una hoguera para compartir, mientras haya unas manos que trabajen en paz, mientras haya unos labios que hablen de amor y unas manos cuidando una flor, mientras haya un vencido dispuesto a olvidar, mientras haya ternura, habrá Navidad.

Me atrevería a añadir: mientras podamos contar con amigos verdaderos que lloran contigo cuando el dolor te parte el corazón, amigos sensibles que sienten tus alegrías, penas, triunfos y fracasos como si fueran propios, mientras nos colme de felicidad la felicidad del otro, mientras sintamos un nudo en nuestro estómago porque no hemos sido capaces de aplacar el hambre que roe con insistencia el estómago de los que la padecen o nos duela el alma por los niños de los semáforos o por los que esnifan pegamento o por las niñas violadas por unos hijos de puta sin escrúpulos, mientras muchas personas buenas y anónimas se esfuercen cada día por hacer un mundo mejor, más habitable y más solidario... habrá Navidad.

Por eso me mantengo en la esperanza de que la próxima Navidad sea, tal vez, la Navidad que espero.


viernes, 5 de diciembre de 2008

Johnny Guitar


Desde hace unos meses he incorporado a mi dieta diaria una caminata matinal por el parque del ex­-Seminario, territorio comanche allá sobre las seis y media de la mañana, después de desayunar con los ojos medio sin abrir y sin acordarme, como cada día, de tomar el ginseng rojo, que dice mi compa que es definitivo para incrementar la potencia sexual.

Decía que, mientras caminaba por la sombra con mi walkman, iba escuchando Johnny Guitar, aquella inolvidable y emblemática canción interpretada por Peggy Lee, legendaria, mítica y divina cantante norteamericana de jazz y música popular de los años 50, nacida en Dakota del Norte, nominada a un Oscar por su papel en Pete Kelly's Blues, película que creo yo que poca gente ha visto y que casi nadie recuerda y que ni puta ni falta que les hace.

Aquí mismo dejo la canción en la voz de esa mujer, gracias al invento este que me he inventado -¿vos sos ingeniero?, me preguntaba una persona muy querida- y que me ha costado un huevo montar y que espero funcione como dios manda. Conecten los parlantes y los que sepan inglés, que disfruten también de la letra porque es una pequeña y triste maravilla.

El caso es que, con el aire fresco de la mañana me ha venido a la memoria la película, tan distinta de aquel realismo a lo John Ford que dominaba el wester clásico de la época, con la excelente interpretación de Joan Crawford y el inmortal diálogo entre Johnny y Vienna, tal como así:

Johnny: ¿A cuántos hombres has olvidado?
Vienna: A tantos como mujeres tú recuerdas.
Johnny: ¡No te vayas!
Vienna: No me he movido.
Johnny: Dime algo agradable.
Vienna: Claro. ¿Qué quieres que te diga?
Johnny: Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.
Vienna: Te he esperado todos estos años.
Johnny: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto.
Vienna: Habría muerto si tú no hubieses vuelto.
Johnny: Dime que aún me quieres como yo te quiero.
Vienna: Aún te quiero como tú me quieres.
Johnny: Gracias. Muchas gracias.

Esta plática tan pasional y apasionada tuvo tal repercusión en el mundo del cine que varios cineastas la reprodujeron en sus propias obras, como Jean-Luc Godard en El soldadito, André Techiné en Barocco o Pedro Almodóvar en Mujeres al borde de un ataque de nervios.

Termino, que me está reclamando para irnos a cenar por ahí. Igual me pido una pizza. Por solidaridad.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Amores pájaros

He estado tranquilo esta semana, con el blog en la recámara de la conciencia, escuchando los pájaros que suenan como aparatos eléctricos en los árboles que tengo a la altura de mi terraza, la que se asoma a la avenida Kubitschek.

Hay de varios tipos: unos del tamaño de un lorito pequeño, grises, con colas largas y combadas, y las plumas de la cabeza de punta, como despeinados, que viven en una rama grande del mango que da sombra a la ventana de la habitación principal del departamento. Si dejo, como hago, la ventana abierta, los puedo ver escaramuzarse arriba y abajo de la rama, inmunes, presumiendo de tanta cola y haciéndose regates de amor.

Los que más abundan son unos parecidos a gorriones pero de pecho amarillo con la carita pintada de oscuro, como para carnaval, aposentados en la acacia o lo que sea el árbol ese que está en el centro del pequeño jardín de mi edificio. Sus nidos se mecen como camas de agua en cuanto sopla un poco el viento y parece que se van a caer como frutos maduros. Tienen el tamaño de un pomelo y la entrada por la parte inferior. Creo que son de una habitación, sin baño, aunque no he abierto ninguno todavía para verlo por dentro y sacarle el motor. Dicen que el macho construye solito el nido, pajita a pajita, y que al cabo de unas semanas decide, ufano, que está terminado y se va a buscar una pájara novia que viene a ver el lugar.

Cuando llega la tipa pájara, él se posa en la rama de al lado y ella revolotea alrededor de la construcción, sopesando la calidad de materiales y demás. Si le gusta se mete dentro y él entonces le sigue, y es como el matrimonio pájaro. Pero si no le gusta, en vez de entrar lo destruye sin contemplaciones, a picotazos rabiosos la muy reputa, ante la mirada decepcionada del pretendiente, antes de irse a dejarse cortejar por otro macho más industrioso.

Es viernes por la tarde y tengo la mesa ordenada. No hay mucha gente por los pasillos de la STP esta. Bajo a la calle y me alivia el calor, porque arriba no tenemos aire acondicionado desde hace varias semanas -varios años, en realidad- y parece una sauna finlandesa, que cuando lo dije se rió mucho la Emi por lo de finlandesa y sostiene que todo lo mío es siempre rechururú y repituco.


Me molesta la ausencia del botón de arriba en el pantalón y Laura me ha prometido coserme uno nuevo si la llevo a misa este domingo. Iremos a la de diez en punto en la catedral. No sabemos en qué idioma la pasarán, en español, en latín, en guaraní o en portugués, pero ya le he dicho que da igual, que lo importante es mirar a la gente cómo va vestida y los lacitos de las niñas y los zapatitos inmaculados. Al final de la misa nos quedaremos en la puerta a verlos salir, redimidos y contentos y de colores. Amén.

martes, 25 de noviembre de 2008

Villarrica bis

Había quedado en abundar detalles de lo del viaje a Villarrica, pero se me pasó el domingo siguiente en un plisplás, entretenido como estuve en ingerir las viandas teutónicas -regadas con un cabernet tinto que no calificó más allá de regular- ofrecidas para el almuerzo en el Jardían Alemán, la jineteada de Capiatá, comprar jamón ibérico en Enjoyce para la cena que tengo en casa el miércoles, terminar la noche del Día de la Raza bailando al borde de la piscina del Granados con Esther Williams y acabar con la inacabada evaluación del merlot argentino. ¡Demasiados compromisos, oiga, para la edad que tengo!

El caso es que salimos hacia Villarrica el viernes a la una en punto de la tarde en todos los relojes, matamos el hambre por el camino con una chipa y un cocido en María Ana, creo, pasado ya el cruce de Piribebuy, la carretera por donde van los novios a pasar el fin de semana cogiendo -jodiendo, follando, encimando... decimos en Ispanistán- como conejos, a 30 dólares la noche, en La Graciela y otros lugares de categoría turística similar. Solo para extranjeros, dicen.

Arribamos al Villarrica Palace conducidos cual bovinos por nuestro chofer, empeñado en adelantar donde no se debe, con enfermiza atracción por la doble raya amarilla -más como raya de coca que de tránsito- y manejando a trompicones para no permitirnos dormitar un rato, el muy jodido. Roberto y yo nos tomamos una birra de lata en la terraza de mi habitación -bien maja, por cierto, la terraza digo- y nos pusimos a trabajar inmediatamente hasta las tantas de la calurosa tardecita.

Pero, bueno, si lo que se espera es que escriba sobre Villarrica vamos de traste porque no me enteré de nada. Ni siquiera me acerqué al centro de la ciudad para admirar todas las maravillas que Ruth me describió, que dice que su pueblo -su ciudad, perdón- está muy adelantada en materia de sexo y que en carnavales desfila una tipa en pelotas con todos sus atributos al aire fresco de la cordillera. Lo cierto es que el viernes terminamos pasadas las 9 de la noche y yo estaba muy mal por la gripe que me estuvo tocando los ovoides toda la semana y decidí irme a la cama mientras mis colegas se iban de bailongo.

El sábado trabajamos hasta el mediodía, almorzamos malamente una milanesita con papas y pusimos rumbo a Asunción, que mucha gente tenía prisa. El día anterior le había propuesto a Roberto viajar con mi auto, pero casi me impusieron el del proyecto, así que me quedé como secuestrado en aquel berenjenal.

Lo mejor fue la parada en Yataity o como se llame o como se diga, que la Emi me marea con la pronunciación de la dichosa "y" guaraní, pero eso de Yataity ya lo he contado.

Añadir que existe constancia de nuestra visita en el número de noviembre de la revista "Zeta", en la que sale en tapa una tipa en bombacha y corpiño que dicen que es la reina de la lencería fina. Arriba os pongo la foto. La nuestra, no la de la tipa, para que los machos no se exciten innecesariamente. O sí, vaya Ud a saber.

lunes, 24 de noviembre de 2008

La magia de la ortiga

La ortiga es una planta arbustiva perenne de la familia de las urticáceas de la que se conocen más de 30 especies, y a la que todo el mundo teme porque su contacto produce una irritación muy desagradable. Sus pelos urticantes contienen acetilcolina, histamina y serotonina. Crece como mala hierba en los jardines y terrenos baldíos. Sabe defenderse por sí misma y tiene una relación tradicional con romper hechizos y devolver la magia negativa a su lugar de origen.

La ortiga ha estado siempre asociada con las brujas. En la magia, lo más habitual es que las propiedades de una planta se reflejen en los efectos que se consiguen con ella. Una planta con espinas o pinchos será defensiva, otra con olor fragante atraerá al amor, la que sea fuerte y resistente será buena para la salud...

La capacidad urticante de la ortiga la defiende de herbívoros e insectos y, de paso, protegerá al que la porte de los efectos del mal de ojo y otros sortilegios. Un amuleto vegetal hecho de ortiga nos concederá fuerza, vigorizará nuestro cuerpo y mitigará la inquietud interior y nuestras penas de amor.

Uno de los hechizos más populares en los que interviene la ortiga es el de la muñeca mágica, donde una figurita de forma humana se rellena de hojas secas de ortiga. Las brujas de la oscura Edad Media solían añadir en su interior piedras, palabras escritas, objetos preciosos y todo aquello que nuestra imaginación de bruja -o brujo- permita, utilizando cosas que deseamos para nuestra vida interior y nuestro carácter, mientras se formulan deseos y buenas intenciones.

Una vez cerrada la muñeca, se coloca en un altarcito donde descansará y desde donde nos ayudará de manera silenciosa a que en nuestro interior vaya creciendo todo lo que hemos sembrado en nuestro otro yo -la muñeca- y a que se alejen de nosotros aquellos que no nos quieren… por ejemplo, un jefe hostigante, soez, desconsiderado y mandón. Que los hay.

Escéptico soy mucho, pero no puedo perderme esta oportunidad. Ahora mismo comienzo a hacerme una. Por si acaso.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Khayyam

Hacen falta muchos huevos para llamarse Abû I-fath 'Umar ibn Ibrâim al-Khayyan, pero el tipo los tenía para eso y para más.

La historía me la pasó mi amiga Olga, descrita en casi media docena de páginas que trataré de resumir. Para empezar, digamos que Khayyan, -así en breve- fué un poeta persa del siglo XI, autor de las rubaiyat o cuartetos, caracterizados por un atrevimiento y una audacia impía, con los que exhortaba abiertamente a liberarse de los preceptos férreamente defendidos por los ortodoxos guardianes de la ley y la religión islámicas.

Su devoción le llevaba mucho más hacia el vino que hacia la mezquita. El vino, que simboliza los efímeros goces de la existencia, representa también la resistencia del poeta al poder religioso. No hay que olvidar que cantar al vino en un ambiente musulmán es ir abiertamente en contra de una de las más severas prohibiciones de la ley religiosa. Beber vino figura entre los pecados capitales que acarrean condenación, -ya se sabe, nada de paraíso, ni vírgenes, ni verdes praderas- tan grave como robar, matar o cometer adulterio, che.

¿Qué se podría pensar entonces de versos como estos?:

Imita tanto como puedas a los incrédulos,
acaba con los fundamentos de la religión y del ayuno,
escucha la palabra del verdadero Omar Khayyam:
Embriágate, vuela sobre los caminos y recrea tu vida.

O de estos otros:

Traigan la copa.
Aquellos que toman la bebida matutina
¿qué les puede importar la mezquita o la sinagoga?

No aceptó someterse a las mezquinas reglas impuestas ni temió burlarse de los oscuros funcionarios religiosos, obsesionados por la ley y los castigos:

¡Oh, muftí, soy más ingenioso que tú!
Por muy ebrio que esté, más sobrio también que tú.
Tú bebes la sangre de los hombres, yo la de la vid.
Sé honesto ¿quién de los dos es más brutal?

Se dice que, en su juventud, estuvo ligado con Hassan Sabbah quien sería, años después, el "viejo de la montaña", jefe de los hassasines o bandidos asesinos a sueldo. Sea como sea, a través de sus versos se percibe la angustia existencial de un hombre confrontado con el vértigo del infinito, la dureza de la abstracción, la hipocresía de los mojigatos, la brevedad de nuestro paso por el mundo, gozando de este abrir y cerrar de ojos que representa la vida humana, pese a la rotación de los astros que, lejos de nuestras alegrías y de nuestras penas, giran en el cielo marcando la fatalidad de nuestro destino.

Me hubiera gustado conocer a este hombre y ofrecerle un trago con el mejor tempranillo de nuestra hispana cosecha.

sábado, 25 de octubre de 2008

De cómo la vida me trajo a Laura

Encontré a Laura en el Kilkenny, un pub de moda en el Paseo Carmelitas. Linda me pareció, así de entrada. Estaba con una amiga, acodadas las dos en la barra, dándose el morro con una botella de vino, Laura, y con un enorme chopp de cerveza su amiga. Ambas dos llevaban un pedo king size, visible desde lejos.

Me senté al lado de la que tenía más cerca, que no era cosa dar la vuelta para sentarme al lado de la otra. Al lado de la otra se sentó Luis. La tipa, que no sabía yo entonces que se llamaba Laura, que a lo mejor si lo sé salgo corriendo por alguna razón que prefiero no desvelar por ahora, que tal vez algún día la desvele en este blog, que digo que la tipa enseguida se colocó el bolso en su regazo, como prudente medida ante la irrupción de un desconocido cuyas intenciones no estaban muy claras. No estaban claras para ella, que para mí estaban clarísimas, que no eran otras que tantear lo de llevármela al río creyendo que era mozuela.

El caso es que se le ocurrió fumar y como allí por lo visto no se permite, que hay mucho personal sensible que le molesta el humo del cigarrillo, aunque eso no impida que enmierden a conciencia el ambiente ciudadano con el caño del escape de su auto, Laura, digo, que hizo ademán de bajarse del taburete y salir a fumar en las mesas altas de la terraza de la entrada, como más al aire libre, para darle unas caladas al Winston light. En la primera maniobra de descenso, pifió la distancia al piso y de no estar yo atento a la jugada, se me estampa contra el maderamen.

Pero el piso del Kilkenny es traicionero y aún tuvo Laura que sortear, y yo con ella, un judas escalón que no se ve hasta que te la pegas, situado un poco antes de llegar a la puerta, por la que casi salimos los dos con la overdrive metida a tope. Solo quedaba sentarla en el taburete. Menos mal que uno es un tipo habilidoso para estas cosas y con mi inestimable ayuda de caballero español y tal, que aproveché para un superficial tanteo -la carne es débil, ya se sabe- consiguió situar su traste arriba del escabel, en posición más o menos estable.

Allá sentados me contó que acababa de mandar a su novio de toda la vida al cinturón de basura cósmica que rodea el planeta. Una que bebe para olvidar, pensé rápido, pues vamos a ayudarle a que olvide, me dije. Y en esas estaba yo cuando, respondiendo a mi inteligente pregunta de y tú a qué te dedicas, me confesó que era piloto de aviación. ¡Ahora soy yo el que casi se despeña! Me la imaginé a los mandos esos que se ven en la cabina del piloto cuando subes al avión de la TAM y la azafata te explica que la fila 22 está poquito después de pasar la 20. Y me la conjeturé con una botella de cabernet al lado, engrasando el plan de vuelo.

No sigo contando detalles, que se me está fatigando la psique. Lo cierto es que me aseguró, con toda la seriedad que su estado etílico permitía, que se abstiene totalmente del frasco cuando pilota. La creo a pies juntillas. Laura es el piloto de su papá, que tiene una Cessna monísima y con la que pretende, ella, no su papá, transportarme a pasar un fin de semana en Bahía Negra, que debe estar por ahí arriba en la quinta hostia de un humedal que dicen que tiene yacarés y todo. Me lo estoy pensando.

Yo, Laura, certifico haber leído el post que antecede y ratifico que casi todo lo que se dice en él es cierto, excepto que el autor, FG, simpático el tipo, iba tan en pedo como yo la noche de nuestro encuentro. Miente con lo del escalón traidor, donde fui yo quien sujetó su anatomía para evitar que se pegara un ostión de puta madre, como dice él.

Nota: La foto de arriba en la que estoy con cara de tonta y medio ida me la tomó FG, envuelta en un "forro polar" suyo que huele muy bien como a perfume caro, un día que hacía un frío del carajo -también es una expresión de él, que todo se pega- y yo medio que me despertaba de la siesta, después de media botella de Baileys.

martes, 21 de octubre de 2008

Tribus urbanas: Gilipollas

Ruth, una de mis mujeres favoritas, futura nuera por parte de hijo, me preguntó hace unos días por el significado de gilipollas, palabra que me escucha decir con cierta frecuencia cuando quiero referirme a alguien de encefalograma plano y descompuesto de humor, inteligencia y maneras. Tonto de campanario, en suma.

La Real Academia lo define simplemente como tonto o lelo. No está mal, pero para mí que le falta un puntillo, como un matiz más que incluya una cierta dosis de cretinismo y un mucho de irresponsable estupidez. Creo que estos aditivos son importantísimos para que el gilipollas pueda desenvolverse en su oficio con soltura y maestría.

Para ilustrar lo que digo, tomemos un ejemplo tan real como la vida misma: no es igual ser tonto a secas que ejercer de tontolpijo. Un tonto es tonto, e incluso admitamos que puede hacer tontear pero, ciertamente, no da más de sí. En el Aragón de mis amores, el tontolaba, como dice Pérez Reverte, no es más que un cenutrio elemental, querido Watson, que no rebasará nunca la cota del tonto de infantería.

El tontolpijo está como más cualificado o con ínfulas de estarlo. Entre ambos dos, el tontolaba elemental y el tontolpijo cualificado, aún nos caben un par de especies más, el tontolculo y el tontolnabo que, acorde con la teoría de Darwin, han ido evolucionando a lo largo del tiempo para derivar, como especie moderna, en soeces, bajunos, cutres, rudos, ordinarios, mezquinos, payasos y chocarreros.

La joya de la corona es, sin discusión, el tontolpijo, quien ocupa por méritos propios la parte más alta de este escalafón de dudoso mérito. Se las da de listo, no se entera de lo tonto que es y, encima, se cree divino de la muerte. Capullo, sabidillo y frivolón, ribeteado de cantamañanas, el tontolpijo podría definirse como un imbécil políticamente correcto, es decir, un gilipollas.

domingo, 19 de octubre de 2008

El destino

La línea del destino de mi mano izquierda se inicia entre los dedos índice y corazón y baja rotunda, contundente y clara hasta el final de lo que en quiromancia llaman el monte de venus, que es esa especie de muslito de ave que llevamos bajo el pulgar. En las líneas de la mano izquierda se encuentran todas las corrientes hereditarias, la genética, lo remoto y lo ancestral, nuestras posibilidades, tendencias e inclinaciones hacia determinadas cosas.

En la mano derecha, por el contrario, puede leerse la realización de esas posibilidades y circunstancias. Se dice que las líneas de la mano izquierda reflejan lo que dios nos ha dado y en la derecha se muestra lo que hacemos con ello.

La línea del destino de mi mano derecha se lee con dificultad y está plagada de interrupciones y bruscos cambios de dirección. Denise Burki, la gitana húngara que me enseñó estas cosas, diría que mi vida está llena de cambios radicales originados por circunstancias que no puedo controlar y a las que soy vulnerable: el amor, el odio, la suerte, la indiferencia, la fatalidad…

A veces creo que mi destino es como una de aquellas tormentas de arena que padecíamos en el Sáhara Occidental, cuando el territorio era aún español y construíamos por allá el primer puerto pesquero en el Atlántico, que cambian de dirección sin cesar. Uno cambia el rumbo intentando evitarla y ella te sigue obstinadamente, vuelves a cambiar de rumbo y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, y así una y otra vez.

Me recuerda el poema de Kavafis: la ciudad irá en ti siempre, la ciudad es siempre la misma… No podemos despistar al destino simplemente cambiando el rumbo de nuestra vida, porque la tempestad de arena anida en nuestro interior. No podemos, con Kavafis, marcharnos lejos esperando deshacernos de nuestros demonios en una nueva ciudad, porque la ciudad va siempre en nosotros.

Solo nos queda enfrentarnos a la tormenta, a nuestros monstruos, apretar los puños, adentrarnos en su interior y luchar. En algún momento sentiremos que el viento amaina, que los granos de arena dejan de ser aguijones que se clavan en nuestra piel. Y puede que no reconozcamos como propia la fuerza que nos ha llevado a ganarle la batalla al destino, pero ahí estaba, esperando a que decidiéramos afrontar el combate.

Cuando la tempestad de arena haya pasado, no comprenderemos cómo hemos logrado sobrevivir. Tal vez ni siquiera estemos seguros de que haya cesado de verdad. Pero algo habrá cambiado para siempre: la persona que surja de la tormenta no será la misma que penetró en su interior.

sábado, 18 de octubre de 2008

Paola

Paola tiene el buen gusto de aparecer siempre justo cuando más lo necesito. Como hizo el otro día, que emergió como de la nada, con esos ojos azules irrepetibles, como de sirena de Ulises, para disolver mi hastío. La conocí hace un par de años en Altos y tuvo la paciencia infinita de explicarme todo lo que estaba pasando con los caballos cuarto de milla, la subasta, la carrera… todo me lo reveló como un oráculo.

Como digo, sus ojos son irrepetibles. No solo te recuerdan el color del mar. Si te acercas un poco puedes oír el rumor de la marea acariciando su cuerpo, que es como la playa donde se estrellan las olas, y te apetece enseguida hacer un poco de surfing por allá. Es muy linda, Paola, con su decidido carácter alemán, fresco, limpio y claro como un amanecer que no han contaminado ni sus años junto al mar español ni esta indecente, obscena, indecorosa, sucia, impúdica y escabrosa sociedad.

Me pidió que la llevase al cóctel de la embajada de España con ocasión de la fiesta nacional de la madre patria y, claro, a ver quién se resiste. Estrenó un vestido precioso, con un escote de vértigo, y unos zapatos de ensueño, como aquellos de la Cenicienta del cuento de hadas de Perrault. Y allá nos fuimos los dos. Ella como es, al natural, como una elegante dama, y yo sacando pecho y presumiendo de mujer. Bueno, ella también sacaba pecho, pero no tenía que esforzarse tanto como yo. La sonrisa más linda de la fiesta.

Nos acercamos a la mesa de autoridades y su belleza, elegancia, gentileza, desenvoltura, donaire y distinción no pasaron desapercibidos a ninguno de los allí presentes. Mi amigo el embajador se levantó a saludarnos y hasta el presidente de la república aceptó encantado posar junto a ella. Ahí queda la foto para la posteridad. Y yo, al otro lado de la cámara, el fotógrafo. ¡Gracias, Paola!

domingo, 12 de octubre de 2008

La mancha

Mi amigo Alfonso Ramos, compañero de fatigas en Beirut, me contó una vez que hay un montón de plásticos, botellas, tapas, preservativos, bidones y yo qué sé qué más cosas que andan flotando por el océano y que en la zona de cerca de Hawaii y por ahí que a veces aparecen y que la ‘mancha’ -porque es como una mancha en el mar todo de plásticos descoloridos y flotantes- que es tan grande como Estados Unidos o Europa o algo así y que debajo se está creando una flora y una fauna nueva que vive debajo del plástico que flota en el mar.

Luego desaparecerá el ser humano y habrá un planeta todo cubiertito de plástico.

Unos miles de siglos después, las cucarachas se harán más inteligentes de lo que son ahora y descubrirán cómo obtener energía de esos plásticos y esquilmarán la fauna que vive debajo de ellos y las cucarachas ecologistas protestarán de que ya casi no queda fauna subplástica.

¡Qué cosas, che!

sábado, 11 de octubre de 2008

Después de Villarrica

Aquí estoy con mi botella de merlot argentino, que está bueno bueno, che. Los hay de muchas marcas. Hoy me he comprado tres de diferentes precios, con la intención de probarlos y aprender un poco de enología, pero me he dado cuenta de que es muy difícil saber de vinos porque, para cuando quieres tener la más ligera opinión, ya está uno medio en pedo.

Me gusta que el vino no sea malo. Lo que sí tengo son unas buenas copas de cristal, grandes, donde el vino se bambolea dentro como si fuera el coñac en copas de coñac, pero que es vino. Y el vaso, la copa, pues es como si fuera de coñac pero con rabo, y da gusto cogerlo -mirá vos- y mirarlo y olerlo y saborearlo.

Es sábado y me he metido una buena paliza en auto desde Villarrica -Villahostias, dije ayer y se rió mucho la Emi, linda es- adonde fuimos a revisar un plan estratégico. Al regreso hemos parado en Yataity, un pueblecito deliciosamente hermoso, cuna del ao po'i. En la cooperativa, atendida por tres delicadas e irrepetibles jovencitas, me he comprado un par de camisas preciosas, baratísimas. Mi colega, una hamaca para su casa en Argentina.

Me alegra estar cansadísimo y un poco engripado para justificar no tener que salir por ahí, en plan alcohol y mujeres, porque al terminar de trabajar, este mediodía, tenía una marcha quepaqué y me conozco y era peligrosísimo. Mañana celebraré el Pilar con los amigos, fiesta mayor en la Zaragoza donde tengo mis amores, con mucho merlot o cabernet o tempranillo o carmenere o tanac o shyrac o la madre que lo parió, que en el fondo me da igual, y comeremos de puta madre y yo haré el jilipollas como acostumbro, cantaré Galopera a poco que me anime y nos lo pasaremos bien.

El otro día me llamaron tres o cuatro veces para salir de ambiente y fui muy creativo con las disculpas y al final me largué a una función de teatro de una pobre española que hacía un monólogo terrible, aburridísimo, casi intolerable, pero que dicidí aceptarlo con sumisión musulmana. Porque musulmán quiere decir sumiso. Cuando me enteré me sorprendió pero tiene mucha lógica, de ahí, de la sumisión, viene lo de rezar postrado.

He leido en un periódico árabe -esto de internet le permite a uno como meter un poco el hocico en mundos que no son el propio, ni puta falta que hace, que cada uno está muy bien en el suyo- y como digo, que viene que un musulmán de esos que hay por ahí dice que Mickey Mouse es el demonio y que la prueba es que parece que no lo es. Suena un poco a la inquisición. Es como lo de que si no ardes en la hoguera es que no eres bruja, vaya.

Mañana sigo con lo de Villarrica, si tengo ganas, que me han llamado para ir a un pub a ver el fútbol y soplarnos unas birras. Además, suele haber unas tipas de toma pan y moja que te enseñan con soltura y suficiencia el camino más directo hacia la perversión y el infierno.

De Alejandría y otras lindezas

Estoy leyendo El Cuarteto de Alejandría, una tetralogía de novelas que escribió el hermano más pijo del otro que escribía sobre animales con mucha elegancia y desparpajo y que se llamaba Gerard Durrell. Tuvieron un gran éxito. Presentan cuatro perspectivas diferentes de un mismo conjunto de personajes y acontecimientos que tienen lugar en Alejandría, Egipto, antes y durante la II Guerra Mundial. Lo cierto es que a veces hay que hacer chapeau y descubrirse bien descubiertos ante tipos excepcionales como este hermano de Gerard, que se llama Lawrence como el de Arabia, y que habla de unas gentes blancas que pululaban por allá cuando la ciudad era elegante y distinguida.

Vivía yo en Cairo cuando me fui a Alejandría, por ver si me autorizaban a utilizar su mítica biblioteca (ver foto de arriba) para un trabajo de investigación que me pasó por las neuronas hacer sobre Alejandro Magno, viajero y ciudadano del mundo como yo, pero más bajito según dicen. Es un edificio posmoderno y muy feo, no muy grande y menos alto, con lo que mejor, y al final de la conversación me dijeron que sí y tuve que decir que no, después de haber ido hasta allá, porque me dio miedo salir de este mundillo de la cooperación internacional donde a veces estoy tan a gusto y otras no tanto, y donde hay curro de ese de no quejarse mucho de lo que le pagan a uno.

Ya sabía que la ciudad no era lo que había sido. Todo el mundo me había dicho que me iba a decepcionar, que no quedaba nada de la epoca de Alejandro Magno ni de los romanos y tal, así que cuando me encontré con una ciudad árabe agradable, con un paseo marítimo de 18 kilómetros, con unas avenidas anchas y una arquitectura decimonónica fastuosa, aunque decadente, no me decepcionó en absoluto, sino todo lo contrario.

En uno de mis paseos decidí montarme en una calesa de caballos, de las de turistas enamorados. El conductor era un hombrón beduíno con bigote enorme y ojos de esos egipcios que brillan como dientes de oro. Me intentó seducir y me decía unas barbaridades que me hacían temblar. Yo sonreía tímido como lo haría una esposa musulmana perdida de sus tres... ¿cómo se llama la relación parental entre dos esposas del mismo marido?... Al final, en vez de llevarme al huerto, simplemente me estafó en el precio, pero me di cuenta nada más pagarle e intenté que me devolviera la plata y se puso serio y los dientes de oro de los ojos se convirtieron en cuchillos y me fui para el hotel con el rabo entre las piernas, que es donde suele estar.

En el hotel que me habían buscado los de la biblioteca, que eran muy modernos y el director era sueco, estaba enfrente del paseo marítimo, en una plaza en el centro y tenía un trabajo de artesanía en hierro espectacular en cada ventana. Me perseguían las camareras por los pasillos al subir a la habitación, y luego era difícil dormir porque una tras otra llamaban con los nudillos a la puerta, maliciosamente suavecito, pero con esa insistencia que no te permite hacer oídos sordos, de tal forma que al cabo de un rato tenías que abrir y excusarte educadamente.

Algo parecido me ocurrió en Douala, en Camerún, pero ahí era un poco más salvaje porque te aporreaban la puerta y si no abrías te insultaba la puta borracha a voz en grito, !maricon! ¿acaso soy fea? ¡hijo de puta! y lindezas asi por el estilo.

En Alejandría me hice un traje. Como me habían dicho que las telas eran muy buenas y los sastres también y llegué el sábado y tenía que esperar hasta el lunes, tuve tiempo de ir corriendo a buscar a alguien que me midiera y me hiciera una chaqueta -un saco dicen acá- y un pantalón. Elegí una tela de medio invierno, una franelita muy agradable y cuando volví a por él me dieron un elegante trajecito sin forro por dentro, con lo que picaba considerablemente y con chaleco a juego, extra. Me lo puse todo el lunes y me fui andando el kilometrito o así desde el hotel hasta la biblioteca y me miraba todo el mundo, que me sentía yo como una torta de chocolate a la salida de un colegio.

Pero leyendo a este maestro de la literatura, este Lawrence Durrell de dios, a uno le entran ganas de hacerse musulmán del ramo y rendirse surrender a sus frases. ¡Qué fineza, qué inteligencia! Su escritura es como si un estudiante de Oxford especialmente brillante dejara lánguidamente caer la mano acercando el cigarrillo al cenicero mientras sentencia sobre cualquier aspecto trascendental de la existencia humana.

Hoy no voy a poder leer más, porque el merlot y leer no se llevan bien, no se dan, que decían en Guinea, y por lo tanto tendré que seguir dándole al primero hasta que me caiga en la cama, desparramado y solo como todos los días, como también mañana y al día siguiente, pero abrigado por la costumbre de estarlo y por la frazada paraguaya de vivos colores que le alegran a uno la resaca del triste despertar.

Con lo grande que es la casa esta donde vivo, podría compartirla con alguien y charlar de vez en cuando. Pero de repente me he dado cuenta de que este Cuaderno de Asunción no es otra cosa, en realidad, que ese alguien con quien charlar y que estoy mejor solo, con la musiquilla que salga del cacharro ese que me compré en la galería del Unicentro, escribiendo para quien me quiera leer pero, sobre todo, para mí.

Es la era esta de la globalización y de la internacionalización. De repente, vivo en Paraguay, que es un país muy peculiar en el que es más fácil ser doctor que señor, aquí en medio del cono sur americano, donde tengo el lujo de poder comunicarme contigo que me lees ahora, estés donde estés: en la oficina, subido en el piso de arriba porque abajo hacen mucho ruido, en el ordenador de tu madre, fisgando un rato el internet antes de irte a trabajar, en el tren si eres un poco moderno con laptop provisto de conexión móvil, en casa de tu amante árabe…

Pero en fin, termino, que ya sabemos que lo único irremediable es la muerte, que es siempre una losa que te cae encima unos días después de que empiezas a darte cuenta de que caminas con menos ligereza que de costumbre. ¡Y chau!

lunes, 29 de septiembre de 2008

La tierra sin mal (III): El Karai

La búsqueda de la Tierra sin Mal estaba inserta en la vida cotidiana de los guaraní, formando parte del propio ser del indígena. Era un afán individual, pero sobre todo colectivo. El Karai, algo así como el Chamán Mayor, el líder religioso de mayor rango y prestigio, era su promotor principal.

Los indios se repartían en cuatro categorías en función de sus dones chamánicos, La primera, negativa, agrupa a aquellos que no poseen ningún canto, es decir que no tienen, o que no recibieron aún, el don de la inspiración. A esta categoría pertenecen la mayoría de los adolescentes y algunos pocos adultos decididamente refractarios al comercio con los espíritus. Estos no podrán jamás dirigir las danzas. La segunda categoría reúne a todos aquellos que, hombres y mujeres, poseen uno o varios cantos –prueba de que tienen un espíritu auxiliar- sin estar, no obstante, dotados de un poder susceptible de ser utilizado con fines colectivos. Algunos de ellos (los que se acercan a la tercera categoría) pueden dirigir ciertas danzas. La mayoría de los adultos forman parte de este grupo. La tercera categoría es la de los chamanes propiamente dichos, los paje, capaces de curar, predecir, descubrir el nombre de los recién nacidos, etc. Hombres y mujeres llegan a formar parte de este categoría y tienen derecho al título de Ñanderú o Ñandesy. Sólo los hombres pueden acceder a la cuarta categoría, la de los grandes chamanes, cuyo prestigio supera ampliamente los límites de la comunidad…Sólo ellos pueden conducir la gran danza del Nimongarai, la fiesta más importante de los Apopokúva. Eran los llamados Karai, título otorgado a los grandes chamanes y, curiosamente, a los españoles.

En la práctica, el Karai era un personaje muy especial. Su influencia espiritual superaba los límites de una comunidad. En tiempos de guerra, incluso era el único que podía circular por el territorio enemigo, sin ir a parar al asador. Llevaba una vida errante. Era recibido en cada lugar con todos los honores y, en un momento dado, con suma elocuencia, dirigía la palabra a los que le daban un sitio aislado para permanecer entre ellos unos días. Se le atribuían poderes extraordinarios como resucitar a los muertos, hacerse invisible, acelerar el crecimiento del maíz y las plantas en general y devolver la juventud a las mujeres arrugadas por el peso de los años. Eran los Karai profetas y hombres-dioses.

El Karai, cada amanecer, habla de la Tierra sin Mal. Mantiene viva la esperanza de que es posible llegar a ella. Y conoce las reglas para acceder a su territorio.

lunes, 22 de septiembre de 2008

La tierra sin mal (II): Hombres-dioses

Había dos maneras de acceder a la Tierra sin Mal, a ese paraíso encantado: luego de morir y en vida misma. Tras la muerte hay una recompensa para aquellos que en vida juntaron méritos suficientes para acceder al premio. Después de la muerte de los cuerpos, las almas de aquellos que han vivido virtuosamente, es decir que se han vengado bien y comieron a sus enemigos, se van detrás de las altas montañas donde danzan en bellos jardines, en compañia de sus abuelos.

Era, sin embargo, posible llegar a la Tierra sin Mal en cuerpo y alma, sin haber bebido el trago de la muerte en el camino. Morada de los antepasados, sin duda, la Tierra sin Mal era igualmente un lugar donde, sin pasar por la prueba de la muerte, se podía ir en cuerpo y alma. Esa concepción es revolucionaria porque revela que los hombres aspiraban a ser inmortales como los dioses, observando que los venidos de lejos –los conquistadores- no se percataron de este rasgo distintivo de la cultura de los Guaraní.

Ahora bien, ¿en qué lugar situaban ellos a ese edén donde no se necesita labrar la tierra para que ella produzca y el cuerpo se vuelve inmortal? No hay plena coincidencia entre los diversos grupos étnicos. Algunos lo ponen en el Este, cruzando el mar; otros en el centro de la tierra. También lo suponen ”más allá de las montañas”, hacia al Oeste. Ello podría significar ”detrás de los Andes”. La indicación podría tener algún asidero en los Chiriguanos, que habrían realizado un viaje a la Tierra sin Mal, llegando hasta las estribaciones andinas solamente, debido a la resistencia que encontraron por parte de los moradores de esa zona. Hasta allí pudieron avanzar en su peregrinación.

Félix de Azara

¿Es posible que un ser vivo se adapte al medio?... Sesenta años antes de publicarse "El origen de las especies", un español, aragonés por más señas, se hizo la misma pregunta.

"No hemos tenido otro como Félix de Azara ". La cita es de Santiago Ramón y Cajal, pero bien podría haber sido de Charles Darwin o Alexander Humboldt, que se empaparon de la obra del oscense para escribir sus trabajos.

Félix de Azara fue un naturalista autodidacta que realizó sus trabajos más importantes en Paraguay y el Río de la Plata, donde acudió en 1781 como comisario de límites para trazar la frontera entre Brasil y las colonias. Allí esperó 12 años a que se presentaran las autoridades portuguesas, pero lejos de impacientarse, Azara dedicó el tiempo a observar el fascinante mundo que le rodeaba.

Su capacidad de observación detectó un hecho que los naturalistas habían pasado por alto durante siglos: cómo afecta el medio al aspecto físico de los seres vivos, un apunte que será imprescindible para la teoría de las especies de Darwin.

En 1809, se publica un compendio de su obra titulado "Viajes por la América Meridional", traducido al francés, alemán e inglés, y cuyas observaciones sobre la influencia del medio dieron lugar a nuevas corrientes de pensamiento que la obra de Charles Darwin convertiría en teoría.

El inglés, en su importante viaje por el mundo tras el cual publicó sus famosas deducciones, nombra constantemente a Azara y se asombra ante la perspicacia del aragonés de Huesca, que se había hecho las mismas preguntas 60 años antes.

domingo, 21 de septiembre de 2008

La tierra sin mal (I): Yvymarae´ÿ

Los tupi-guaraní vivían soñando el Yvymarae´ÿ, la prodigiosa Tierra sin Mal donde el maíz crece solo y los hombres son inmortales. Por eso, ellos formaban parte de un pueblo en permanente éxodo.

Los Karai, chamanes con suficiente poder para hacerse invisibles, resucitar a los muertos y devolver la juventud a las mujeres, eran los que mantenían viva la llama de la esperanza de llegar un día al mítico edén.

La tierra tiene un fundamento religioso para los guaraníes. Para los mbyá la tierra se engendra en la base del bastón ritual del verdadero Padre Ñamandú. En el centro de esa tierra que se está formando, se yergue una palmera verde-azul. Otras palmeras se levantan, marcando, a manera de puntos cardinales, la morada de los seres divinos y el lugar donde se origina el espacio-tiempo primitivo. Para los Paï Tavyterã, el Abuelo Grande fundó la tierra sobre la base de dos palos atravesados en forma de cruz, y a partir de ese centro la fue ensanchando y la fue llevando hasta sus últimos límites.

Por más hermoso que el lugar sea, éste siempre tiene sus limitaciones. Alguna vez el yporü, diluvio, destruyó cuanto había sobre la tierra. El tigre azul, jagua rovy, está siempre al acecho, con ganas de probar el sabor de la carne de los hombres. El mba´emeguã, la tierra con sus males, está siempre entre ellos. El ideal es el sitio de la perfección, el Yvymarae´ÿ, que va a borrar definitivamente los rostros de todo cuanto signifique limitación.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Cataratas de Iguazú: La leyenda de Tarobá y Naipí

En el comienzo de los tiempos, habitaba el río Iguazú una enorme y monstruosa serpiente, un dios guardián hijo de Tupá, cuyo nombre era Mboí (serpiente, en idioma guaraní). Los caigangues -tribu de guaraníes de la región- debían, una vez por año, sacrificar a una bella doncella y entregársela a Mboí, arrojándola al río, que por ese entonces circulaba mansamente. Para la ceremonia se invitaba a todas las tribus guaraníes, aún a las más alejadas. Fue así que llegó, al frente de su tribu, un joven cacique cuyo nombre era Tarobá.

Al conocer a Naipí, la hermosa doncella que ese año estaba consagrada al sacrificio, se rebeló contra los ancianos de la tribu y en vano intentó convencerlos de que no sacrificaran a Naipí.


Ante la negativa de los ancianos y para salvar a su amor de tan cruel destino, sólo pensó en raptarla y la noche anterior al sacrificio cargó a Naipí en su canoa e intentó escapar por el río. Pero Mboí, que se había enterado de esto, se puso furiosa y su furia fue tal que, encorvando su lomo, partió el curso del río formando las cataratas, atrapando a Tarobá y a Naipí. Cubiertos por las aguas, la embarcación y los fugitivos cayeron desde una gran altura, desapareciendo para siempre.


Pero, temiendo Mboí que el amor de los jóvenes los uniera en el más allá, decidió separarlos para toda la eternidad. Naipí fue transformada en una de las rocas centrales de las cataratas, perpetuamente castigada por las aguas revueltas, y Tarobá fue convertido en una palmera situada a la orilla misma del abismo, inclinada sobre la garganta del río.

Luego de provocar todo este estrago, Mboí se sumergió en la Garganta del Diablo, desde donde vigila a los amantes, impidiendo que vuelvan a unirse. Sin embargo en días de sol, el arco iris supera el poder de Mboí y une nuevamente a Tarobá y a Naipí como un puente de amor.