lunes, 21 de septiembre de 2009

Cebollas



Como sucede casi siempre con estas historias, no hay nada que pueda comprobarse científicamente, pero lo cierto es que a la cebolla se le han atribuido poderes afrodisíacos desde tiempos muy antiguos.

Los egipcios prohibían que un sacerdote comiera cebollas, debido a sus propiedades de estimulación de la libido. Griegos y romanos la usaban con este propósito y Ovidio la menciona expresamente como un afrodisíaco “en el arte de amar”. En cambio, el poeta Marcial la recomienda para alejar al marido. Nada extraordinario al fin, dado que los maridos suelen alejarse sin necesidad de mayores motivaciones y, además, si era la dama quien debía ingerir el remedio, me imagino al pobre hombre huyendo despavorido, tras percibir el pestilente aliento encebollado de la parienta.

Durante la oscura edad media, fue ingrediente de otra medicina más misteriosa: la del amor. La doncella afligida solo tenía que acudir a la bruja del barrio para conseguir el llamado “pastel del amor”, cuyo componente principal era, por supuesto, la cebolla. Pero, ya se sabe que, tratándose de magas y hechiceras, las cosas no son sencillas y el pastel requería ser amasado sobre las propias nalgas de la damisela. La leyenda no lo dice, pero quiero suponer que la cocción de la masa no exigiría también introducir en el horno el culo de la joven.

Seguramente, mientras se terminaba de cocinar la empanada milagrosa, la moza, con la falda remangada y la bombacha en la mano, estaría metida hasta las rodillas en algún riachuelo de cristalinas aguas, frotándose el traste con ramas de romero y tomillo u otras hierbas aromáticas, a fin de contrarrestar tan repulsivo olor. No vaya a ser que resultase peor el remedio que la enfermedad.

Los mozos del medievo la utilizaban para fines más conspicuos. Si uno tenía problemas en la cama y no lograba la firmeza deseada, la ingesta de cebollas se convertía en un socorrido “viagra” capaz de enderezar a un muerto. La receta dice que con freírlas en aceite de oliva, junto con un par de yemas de huevo, o tomar su jugo mezclado con miel durante tres días, el efecto es espectacular.

Así lo describe Sheik al-Nefzawi en el clásico de la literatura erótica “El jardín perfumado”, escrito en el año 1535: “El órgano de Abu el-Heloikh permaneció treinta días en erección, sin desfallecer un instante, porque había tomado cebollas."

¡Como si tal cosa, el tipo! ¡Feliz primavera!


FOTO: Cebollas en el restaurante "La cocina de Gulliver",
en Areguá.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Fisioterapeuta rusa

La lectura de este post podría herir la sensibilidad de algunas personas. Si cree formar parte de ese grupo de riesgo, mejor salga a recrearse con los lapachos en flor que hermosean nuestras calles.

La joven se quedó dormida en el diván verde del salón en una difícil postura y decidí llevarla en brazos a la cama para que reposara en mejores condiciones. El esfuerzo me supuso una contractura muscular en la espalda que, cuatro días después, me seguía incomodando con un dolor agudo. Emi, que tiene remedios para casi todo, me facilitó una tarjeta de visita de una señora que, bajo un exótico nombre, que no citaré, anunciaba ampulosamente: “fisioterapeuta rusa”. En la tarjetita figuraban los datos habituales: dirección y teléfono, con un dibujito, arriba a la derecha, alusivo a tan digna profesión.

Concerté una cita para la mañana siguiente. La ubicación correspondía a un alto y feo edificio del microcentro, custodiado por un par de guardias de seguridad de esos que, al verlos, uno se lleva instintivamente la mano a la billetera, tratando de ponerla a salvo. El más bajito anotó mis datos –los cuales no comprobó– en un desgastado libro de registro, mientras me sonreía con una irónica mueca, o eso me pareció.

Subí a la planta no-sé-cuántos y la visión de aquel pasillo estrecho y sucio me produjo tan mala impresión que consideré, rápido, la posibilidad de volver por donde había venido. Pero la espalda me dolía y eso me impulsó a localizar la puerta “G” que indicaba la tarjeta.

Cada una de las numerosas puertas lucía una letra: en unas, la habían escrito con pintura de cualquier color; en otra, con tiza blanca; en alguna, sobre un trozo de papel cuadriculado, cortado de cualquier manera y sujeto con un chinche… La “G”, que yo buscaba, era una chapita dorada, pegada muy arriba, de modo que no se veía fácilmente.

El botón del timbre debió de dejar de funcionar hace tiempo y lo habían resuelto sacando al exterior, a través de un agujero practicado en el marco de la puerta, un pedazo de cable negro del que colgaba un pulsador en forma de pera, de antiquísimo diseño.

Llamé y a los pocos segundos me abrió una señora rubia, de ojos claros, rotundo culo, grandes pechos descansando sobre una panza prominente, pantalón corto y piernas gruesas y blancas, como la leche. Saludé con un “dobriy dieñ!” o “buenos días” en ruso. Me miró como a un extraterrestre, e insistí: “Vi ruskiy?”, o sea “¿es usted rusa?”. No, no era rusa ni entendía una palabra de lo que le estaba diciendo. Luego me dijo que el ruso era su abuelito. Considerando la edad de la dama, supuse que el hombre debió alcanzar la costa americana en una de las carabelas de Colón.

El interior olía mal, como si no lo hubieran ventilado en mucho tiempo. Le conté, en español, mi problema y me aseguró que estaba en el lugar adecuado y que saldría de allá en plena forma, a un precio razonable: cien mil guaraníes. Me mandó a duchar en un cuarto de baño pequeñísimo, con una ducha de las eléctricas, que tanto miedo me dan, sin espacio donde dejar mi ropa, solo con un colgador detrás de la puerta. Puse los zapatos debajo del lavabo, a salvo de posibles salpicaduras. No sabía si salir en bolas, con una toalla arrollada o en calzones. Me decidí por lo último, luciendo un Giulio precioso, de cuadritos en celeste y blanco.

La camilla también estaba hedionda; con un olor acre, como a sudores antiguos. Me dio reparo y asco apoyar la cara sobre aquel lienzo, así que me deslicé un poco hacia adelante para dejar la cabeza fuera de la camilla, en una postura incomodísima, pero preferible.

Todo comenzó muy bien. La mujer conocía su oficio. Localizó enseguida la contractura y comenzó a trabajar el músculo con unos dedos muy hábiles. La mejoría era evidente. Continuó masajeándome a pellizquitos toda la espalda y, cuando llegó más abajo, solicitó permiso para sacarme el Giulio. Lo hizo con muchísima discreción, lo dobló cuidadosamente y prosiguió, muy diligente, sobre los glúteos, las piernas y los pies.

Llegados aquí, me pidió darme la vuelta. Aparenté tranquilidad, pero quedarme mirando al techo significaba dejar mis atributos a la vista, en una situación que se me hacía poco airosa. No hubo caso: rápidamente colocó sobre las partes comprometidas un pañito de color, que me pareció una servilleta, y continuó su cuidadoso masajito por el pecho, la panza y, con sus manos debajo del pañito, por la parte interior del muslo, a la altura de la entrepierna. De pronto me dijo: “Se le está despertando el pajarito”. Reaccioné rápido y un poco grosero: “¡Toma! ¡Como que me está usted tocando los huevos!”.

A partir de aquí, aquello fue una vorágine. Como en los versos de García Lorca, ella se quitó el corpiño; yo no pude quitarme nada, porque ya no me quedaba nada por quitar. El “pajarito” se despertó del todo y tras un respetuoso “con permiso”, la mujer comenzó a interpretar un solo de flauta que no por conocido deja de tener un irresistible encanto para nosotros, los hombres.

Salí de allí como nuevo, sin dolor de espalda y completamente relajado… Al menos por unos días.

Abajo, al pasar junto al guardia, le devolví con descaro su irónica sonrisa.
FOTO: Lapachos rosados (tajy) en una calle de Asunción