sábado, 19 de diciembre de 2009

Adiós

Durante los años vividos en Asunción, escribir una nueva entrada fue un agradable quehacer en mis horas vacías entre luces, en las madrugadas compartidas con mi más fiel compañera de almohada -la soledad-, o repartiendo ratos y entusiasmo entre la cocina, la compu y el skype para hablar con mi mujer.

Pero el tiempo y la cercanía del regreso a mi casa, fueron mitigando mis arrebatos de humilde escribidor de blogs, y los calores de esta primavera que termina asolaron la cosecha de mis pobres letras, suavizaron los delirios de mi torpe cabeza, y el ensueño desapareció.

“Cuaderno de Asunción” me aportó utopías y espejismos y yo contribuí con lo que pude, con lo que me daba el cuero. Aprendí a pensar más y mejor y a actuar de una manera más práctica, algo cínica y desvergonzada, eso sí. Con un pragmatismo nuevo que acabó por instalarse definitivamente en mi vida, convirtiéndola en lo que es.

Me ejercité en la insolencia para defenderme de falsos amigos, compañeros desleales y gentes interesadas y, casi sin darme cuenta, descubrí en el camino personas sencillas y encantadoras, hombres y mujeres que acabaron por quererme y me ayudaron, con elegante generosidad, a darle otro sentido al insustancial devenir de mis días paraguayos.

Gracias a ellos aprendí a quererme más y, de este modo, supe también querer mejor. Ha sido esta una época de las que marcan, por más que, de una manera u otra, todas dejan su huella. Han sido unos años crudos y difíciles, detrás de otros que quizás tampoco tuvieron desperdicio pero que, a diferencia de estos, no gozaron de documentación digital.

Creo que el pasado no debe volver. Este blog no tiene ya ningún sentido porque está lleno de pasado, porque se impregnó demasiado de mi historia, de la historia de cada cual en mi entorno, como un corolario proveniente de algo que terminó, de secuelas y vivencias llegadas del pretérito imperfecto.

¡Adiós y feliz Navidad!

domingo, 13 de diciembre de 2009

Volver

Hay muchas cosas que se han ido acumulando en la casa. Demasiadas. Pero vivir tiene eso: cosas inútiles en torno nuestro, objetos como recuerdos. Con los años, objetos y recuerdos son lo mismo. Un día, cuando ya no estemos, alguien tirará a la basura todo lo amontonado. A eso se reducen, así acaban, casi siempre, los recuerdos.

Vuelvo a mi casa, con mi familia, al otro lado del mar, porque ya nada me ata a este lugar o tal vez porque, pasada cierta edad, uno solo sabe ser lo que repite. Alguien, sin cuya eficacia la rutina diaria me hubiera sido bastante más trabajosa, ha puesto en mis cosas un orden pulcro que las hace maravillosamente ajenas. Es casi una ofensa alterar esa diáfana geometría de la casa desocupada de mí mismo, con las maletas dispuestas para el viaje.

Echo una penúltima ojeada al fulgor blanco de la heladera vacía. Trato de que mis pasos no dejen huella. Es una estupidez, pero me apetece vagar ahora, despacio, por las habitaciones, como si no hubiera llegado nunca, como si no tuviera que marcharme. Sin hacer ruido. Tal vez así la vida no se entere de que todo retorna. Ese todo que me asusta, me emociona y me conmueve.

Hace tiempo que, por repetidos, ya no me impresionan los regresos. Pero aquí compartí con otra gente, durante mucho tiempo, aire impregnado de amigos, de bahía, de tajys, naranjos y jacarandás, y ahora volver me parece una traición, como un "borrón y cuenta nueva" bajo las peculiares imágenes de mi biografía, un triste gris entre el recuerdo y el olvido.

Dándose de bruces con el retorno a una realidad antigua, querida y siempre evocada.


FOTO: Viendo la vida pasar.

domingo, 6 de diciembre de 2009

La chica del súper

A veces, algunos pensamientos, ciertas imágenes, vuelven a nuestra mente con tan obstinada insistencia que nos recortan, si cabe, lo que nos queda de vergüenza y dignidad. No se puede hacer mucho por evitarlo, si no es distraer la mente y cambiar de rumbo, no vaya a ser que naveguemos eternamente entre las tormentas y tempestades de esa obsesión.
Han pasado ya unas semanas desde que recibí el impacto que me produjo la mujer protagonista de esta historia, y aún no he logrado liberarme totalmente de aquella imagen. Ocurrió un sábado sin sol, a la puerta de un pequeño supermercado cercano a mi casa, donde suelo hacer las compras más urgentes.

Allí estaba ella: joven, con un aspecto fresco y limpio, pantalón vaquero ajustado, zapatillas deportivas, chaleco atado a la cintura, cuidada piel morena, el pelo recogido en una cola sencilla y pulcra. Como una niña buena que viniera de charlar un rato con sus amigas, sin maldades.

Allí estaba ella: inmóvil, de pie como una estatua de sal, mirando sin decir nada, extendiendo su mano con la misma humildad con la que nosotros la alzábamos, de pequeños, rogando una propina a nuestros papis. Me sorprendieron sus ojos oscuros, profundos y tristes, encendidos de vergüenza, quizás por tener que suplicar en aquella puerta, pidiendo para lo que fuera, soportando la indiferencia de tantos extraños que, insensibles y ajenos, pasábamos junto a ella. Parecía tan normal que asustaba.

Sin proponérselo, uno cae en la justificación rápida de creer que quien arrima la mano es siempre para malgastarlo en vicios o en necedades. Con este pensamiento transité con mi carrito por los pasillos del supermercado, cumplimentando mi lista de compra e intentando suavizar, de alguna forma, el contraste inesperado de lo que parecía una “niña bien” pidiendo en silencio.

No había terminado de pagar en caja cuando me percaté de que la chica hacía cola dos posiciones más atrás, sosteniendo entre sus brazos una caja de galletas de las más baratas y un bote de leche en polvo para bebés. Quedé perplejo.

Me fui con la cabeza baja, el carrito lleno de porquerías y el corazón sucio y triste. Abrumado, como en uno de esos sueños en los que te ves incapaz de hacer lo correcto y despiertas aturdido, solo que, esta vez, el entorno era real.

No volveré a comportarme con tanta indiferencia. Regresaré al supermercado y, si la encuentro, le pagaré galletas de primera, leche de la cara y hasta algún que otro caprichito, aunque sean los últimos guaraníes que me queden en el bolsillo.

Hasta entonces, supongo que no podré recuperar mi dignidad. Con suerte.