sábado, 25 de octubre de 2008

De cómo la vida me trajo a Laura

Encontré a Laura en el Kilkenny, un pub de moda en el Paseo Carmelitas. Linda me pareció, así de entrada. Estaba con una amiga, acodadas las dos en la barra, dándose el morro con una botella de vino, Laura, y con un enorme chopp de cerveza su amiga. Ambas dos llevaban un pedo king size, visible desde lejos.

Me senté al lado de la que tenía más cerca, que no era cosa dar la vuelta para sentarme al lado de la otra. Al lado de la otra se sentó Luis. La tipa, que no sabía yo entonces que se llamaba Laura, que a lo mejor si lo sé salgo corriendo por alguna razón que prefiero no desvelar por ahora, que tal vez algún día la desvele en este blog, que digo que la tipa enseguida se colocó el bolso en su regazo, como prudente medida ante la irrupción de un desconocido cuyas intenciones no estaban muy claras. No estaban claras para ella, que para mí estaban clarísimas, que no eran otras que tantear lo de llevármela al río creyendo que era mozuela.

El caso es que se le ocurrió fumar y como allí por lo visto no se permite, que hay mucho personal sensible que le molesta el humo del cigarrillo, aunque eso no impida que enmierden a conciencia el ambiente ciudadano con el caño del escape de su auto, Laura, digo, que hizo ademán de bajarse del taburete y salir a fumar en las mesas altas de la terraza de la entrada, como más al aire libre, para darle unas caladas al Winston light. En la primera maniobra de descenso, pifió la distancia al piso y de no estar yo atento a la jugada, se me estampa contra el maderamen.

Pero el piso del Kilkenny es traicionero y aún tuvo Laura que sortear, y yo con ella, un judas escalón que no se ve hasta que te la pegas, situado un poco antes de llegar a la puerta, por la que casi salimos los dos con la overdrive metida a tope. Solo quedaba sentarla en el taburete. Menos mal que uno es un tipo habilidoso para estas cosas y con mi inestimable ayuda de caballero español y tal, que aproveché para un superficial tanteo -la carne es débil, ya se sabe- consiguió situar su traste arriba del escabel, en posición más o menos estable.

Allá sentados me contó que acababa de mandar a su novio de toda la vida al cinturón de basura cósmica que rodea el planeta. Una que bebe para olvidar, pensé rápido, pues vamos a ayudarle a que olvide, me dije. Y en esas estaba yo cuando, respondiendo a mi inteligente pregunta de y tú a qué te dedicas, me confesó que era piloto de aviación. ¡Ahora soy yo el que casi se despeña! Me la imaginé a los mandos esos que se ven en la cabina del piloto cuando subes al avión de la TAM y la azafata te explica que la fila 22 está poquito después de pasar la 20. Y me la conjeturé con una botella de cabernet al lado, engrasando el plan de vuelo.

No sigo contando detalles, que se me está fatigando la psique. Lo cierto es que me aseguró, con toda la seriedad que su estado etílico permitía, que se abstiene totalmente del frasco cuando pilota. La creo a pies juntillas. Laura es el piloto de su papá, que tiene una Cessna monísima y con la que pretende, ella, no su papá, transportarme a pasar un fin de semana en Bahía Negra, que debe estar por ahí arriba en la quinta hostia de un humedal que dicen que tiene yacarés y todo. Me lo estoy pensando.

Yo, Laura, certifico haber leído el post que antecede y ratifico que casi todo lo que se dice en él es cierto, excepto que el autor, FG, simpático el tipo, iba tan en pedo como yo la noche de nuestro encuentro. Miente con lo del escalón traidor, donde fui yo quien sujetó su anatomía para evitar que se pegara un ostión de puta madre, como dice él.

Nota: La foto de arriba en la que estoy con cara de tonta y medio ida me la tomó FG, envuelta en un "forro polar" suyo que huele muy bien como a perfume caro, un día que hacía un frío del carajo -también es una expresión de él, que todo se pega- y yo medio que me despertaba de la siesta, después de media botella de Baileys.

martes, 21 de octubre de 2008

Tribus urbanas: Gilipollas

Ruth, una de mis mujeres favoritas, futura nuera por parte de hijo, me preguntó hace unos días por el significado de gilipollas, palabra que me escucha decir con cierta frecuencia cuando quiero referirme a alguien de encefalograma plano y descompuesto de humor, inteligencia y maneras. Tonto de campanario, en suma.

La Real Academia lo define simplemente como tonto o lelo. No está mal, pero para mí que le falta un puntillo, como un matiz más que incluya una cierta dosis de cretinismo y un mucho de irresponsable estupidez. Creo que estos aditivos son importantísimos para que el gilipollas pueda desenvolverse en su oficio con soltura y maestría.

Para ilustrar lo que digo, tomemos un ejemplo tan real como la vida misma: no es igual ser tonto a secas que ejercer de tontolpijo. Un tonto es tonto, e incluso admitamos que puede hacer tontear pero, ciertamente, no da más de sí. En el Aragón de mis amores, el tontolaba, como dice Pérez Reverte, no es más que un cenutrio elemental, querido Watson, que no rebasará nunca la cota del tonto de infantería.

El tontolpijo está como más cualificado o con ínfulas de estarlo. Entre ambos dos, el tontolaba elemental y el tontolpijo cualificado, aún nos caben un par de especies más, el tontolculo y el tontolnabo que, acorde con la teoría de Darwin, han ido evolucionando a lo largo del tiempo para derivar, como especie moderna, en soeces, bajunos, cutres, rudos, ordinarios, mezquinos, payasos y chocarreros.

La joya de la corona es, sin discusión, el tontolpijo, quien ocupa por méritos propios la parte más alta de este escalafón de dudoso mérito. Se las da de listo, no se entera de lo tonto que es y, encima, se cree divino de la muerte. Capullo, sabidillo y frivolón, ribeteado de cantamañanas, el tontolpijo podría definirse como un imbécil políticamente correcto, es decir, un gilipollas.

domingo, 19 de octubre de 2008

El destino

La línea del destino de mi mano izquierda se inicia entre los dedos índice y corazón y baja rotunda, contundente y clara hasta el final de lo que en quiromancia llaman el monte de venus, que es esa especie de muslito de ave que llevamos bajo el pulgar. En las líneas de la mano izquierda se encuentran todas las corrientes hereditarias, la genética, lo remoto y lo ancestral, nuestras posibilidades, tendencias e inclinaciones hacia determinadas cosas.

En la mano derecha, por el contrario, puede leerse la realización de esas posibilidades y circunstancias. Se dice que las líneas de la mano izquierda reflejan lo que dios nos ha dado y en la derecha se muestra lo que hacemos con ello.

La línea del destino de mi mano derecha se lee con dificultad y está plagada de interrupciones y bruscos cambios de dirección. Denise Burki, la gitana húngara que me enseñó estas cosas, diría que mi vida está llena de cambios radicales originados por circunstancias que no puedo controlar y a las que soy vulnerable: el amor, el odio, la suerte, la indiferencia, la fatalidad…

A veces creo que mi destino es como una de aquellas tormentas de arena que padecíamos en el Sáhara Occidental, cuando el territorio era aún español y construíamos por allá el primer puerto pesquero en el Atlántico, que cambian de dirección sin cesar. Uno cambia el rumbo intentando evitarla y ella te sigue obstinadamente, vuelves a cambiar de rumbo y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, y así una y otra vez.

Me recuerda el poema de Kavafis: la ciudad irá en ti siempre, la ciudad es siempre la misma… No podemos despistar al destino simplemente cambiando el rumbo de nuestra vida, porque la tempestad de arena anida en nuestro interior. No podemos, con Kavafis, marcharnos lejos esperando deshacernos de nuestros demonios en una nueva ciudad, porque la ciudad va siempre en nosotros.

Solo nos queda enfrentarnos a la tormenta, a nuestros monstruos, apretar los puños, adentrarnos en su interior y luchar. En algún momento sentiremos que el viento amaina, que los granos de arena dejan de ser aguijones que se clavan en nuestra piel. Y puede que no reconozcamos como propia la fuerza que nos ha llevado a ganarle la batalla al destino, pero ahí estaba, esperando a que decidiéramos afrontar el combate.

Cuando la tempestad de arena haya pasado, no comprenderemos cómo hemos logrado sobrevivir. Tal vez ni siquiera estemos seguros de que haya cesado de verdad. Pero algo habrá cambiado para siempre: la persona que surja de la tormenta no será la misma que penetró en su interior.

sábado, 18 de octubre de 2008

Paola

Paola tiene el buen gusto de aparecer siempre justo cuando más lo necesito. Como hizo el otro día, que emergió como de la nada, con esos ojos azules irrepetibles, como de sirena de Ulises, para disolver mi hastío. La conocí hace un par de años en Altos y tuvo la paciencia infinita de explicarme todo lo que estaba pasando con los caballos cuarto de milla, la subasta, la carrera… todo me lo reveló como un oráculo.

Como digo, sus ojos son irrepetibles. No solo te recuerdan el color del mar. Si te acercas un poco puedes oír el rumor de la marea acariciando su cuerpo, que es como la playa donde se estrellan las olas, y te apetece enseguida hacer un poco de surfing por allá. Es muy linda, Paola, con su decidido carácter alemán, fresco, limpio y claro como un amanecer que no han contaminado ni sus años junto al mar español ni esta indecente, obscena, indecorosa, sucia, impúdica y escabrosa sociedad.

Me pidió que la llevase al cóctel de la embajada de España con ocasión de la fiesta nacional de la madre patria y, claro, a ver quién se resiste. Estrenó un vestido precioso, con un escote de vértigo, y unos zapatos de ensueño, como aquellos de la Cenicienta del cuento de hadas de Perrault. Y allá nos fuimos los dos. Ella como es, al natural, como una elegante dama, y yo sacando pecho y presumiendo de mujer. Bueno, ella también sacaba pecho, pero no tenía que esforzarse tanto como yo. La sonrisa más linda de la fiesta.

Nos acercamos a la mesa de autoridades y su belleza, elegancia, gentileza, desenvoltura, donaire y distinción no pasaron desapercibidos a ninguno de los allí presentes. Mi amigo el embajador se levantó a saludarnos y hasta el presidente de la república aceptó encantado posar junto a ella. Ahí queda la foto para la posteridad. Y yo, al otro lado de la cámara, el fotógrafo. ¡Gracias, Paola!

domingo, 12 de octubre de 2008

La mancha

Mi amigo Alfonso Ramos, compañero de fatigas en Beirut, me contó una vez que hay un montón de plásticos, botellas, tapas, preservativos, bidones y yo qué sé qué más cosas que andan flotando por el océano y que en la zona de cerca de Hawaii y por ahí que a veces aparecen y que la ‘mancha’ -porque es como una mancha en el mar todo de plásticos descoloridos y flotantes- que es tan grande como Estados Unidos o Europa o algo así y que debajo se está creando una flora y una fauna nueva que vive debajo del plástico que flota en el mar.

Luego desaparecerá el ser humano y habrá un planeta todo cubiertito de plástico.

Unos miles de siglos después, las cucarachas se harán más inteligentes de lo que son ahora y descubrirán cómo obtener energía de esos plásticos y esquilmarán la fauna que vive debajo de ellos y las cucarachas ecologistas protestarán de que ya casi no queda fauna subplástica.

¡Qué cosas, che!

sábado, 11 de octubre de 2008

Después de Villarrica

Aquí estoy con mi botella de merlot argentino, que está bueno bueno, che. Los hay de muchas marcas. Hoy me he comprado tres de diferentes precios, con la intención de probarlos y aprender un poco de enología, pero me he dado cuenta de que es muy difícil saber de vinos porque, para cuando quieres tener la más ligera opinión, ya está uno medio en pedo.

Me gusta que el vino no sea malo. Lo que sí tengo son unas buenas copas de cristal, grandes, donde el vino se bambolea dentro como si fuera el coñac en copas de coñac, pero que es vino. Y el vaso, la copa, pues es como si fuera de coñac pero con rabo, y da gusto cogerlo -mirá vos- y mirarlo y olerlo y saborearlo.

Es sábado y me he metido una buena paliza en auto desde Villarrica -Villahostias, dije ayer y se rió mucho la Emi, linda es- adonde fuimos a revisar un plan estratégico. Al regreso hemos parado en Yataity, un pueblecito deliciosamente hermoso, cuna del ao po'i. En la cooperativa, atendida por tres delicadas e irrepetibles jovencitas, me he comprado un par de camisas preciosas, baratísimas. Mi colega, una hamaca para su casa en Argentina.

Me alegra estar cansadísimo y un poco engripado para justificar no tener que salir por ahí, en plan alcohol y mujeres, porque al terminar de trabajar, este mediodía, tenía una marcha quepaqué y me conozco y era peligrosísimo. Mañana celebraré el Pilar con los amigos, fiesta mayor en la Zaragoza donde tengo mis amores, con mucho merlot o cabernet o tempranillo o carmenere o tanac o shyrac o la madre que lo parió, que en el fondo me da igual, y comeremos de puta madre y yo haré el jilipollas como acostumbro, cantaré Galopera a poco que me anime y nos lo pasaremos bien.

El otro día me llamaron tres o cuatro veces para salir de ambiente y fui muy creativo con las disculpas y al final me largué a una función de teatro de una pobre española que hacía un monólogo terrible, aburridísimo, casi intolerable, pero que dicidí aceptarlo con sumisión musulmana. Porque musulmán quiere decir sumiso. Cuando me enteré me sorprendió pero tiene mucha lógica, de ahí, de la sumisión, viene lo de rezar postrado.

He leido en un periódico árabe -esto de internet le permite a uno como meter un poco el hocico en mundos que no son el propio, ni puta falta que hace, que cada uno está muy bien en el suyo- y como digo, que viene que un musulmán de esos que hay por ahí dice que Mickey Mouse es el demonio y que la prueba es que parece que no lo es. Suena un poco a la inquisición. Es como lo de que si no ardes en la hoguera es que no eres bruja, vaya.

Mañana sigo con lo de Villarrica, si tengo ganas, que me han llamado para ir a un pub a ver el fútbol y soplarnos unas birras. Además, suele haber unas tipas de toma pan y moja que te enseñan con soltura y suficiencia el camino más directo hacia la perversión y el infierno.

De Alejandría y otras lindezas

Estoy leyendo El Cuarteto de Alejandría, una tetralogía de novelas que escribió el hermano más pijo del otro que escribía sobre animales con mucha elegancia y desparpajo y que se llamaba Gerard Durrell. Tuvieron un gran éxito. Presentan cuatro perspectivas diferentes de un mismo conjunto de personajes y acontecimientos que tienen lugar en Alejandría, Egipto, antes y durante la II Guerra Mundial. Lo cierto es que a veces hay que hacer chapeau y descubrirse bien descubiertos ante tipos excepcionales como este hermano de Gerard, que se llama Lawrence como el de Arabia, y que habla de unas gentes blancas que pululaban por allá cuando la ciudad era elegante y distinguida.

Vivía yo en Cairo cuando me fui a Alejandría, por ver si me autorizaban a utilizar su mítica biblioteca (ver foto de arriba) para un trabajo de investigación que me pasó por las neuronas hacer sobre Alejandro Magno, viajero y ciudadano del mundo como yo, pero más bajito según dicen. Es un edificio posmoderno y muy feo, no muy grande y menos alto, con lo que mejor, y al final de la conversación me dijeron que sí y tuve que decir que no, después de haber ido hasta allá, porque me dio miedo salir de este mundillo de la cooperación internacional donde a veces estoy tan a gusto y otras no tanto, y donde hay curro de ese de no quejarse mucho de lo que le pagan a uno.

Ya sabía que la ciudad no era lo que había sido. Todo el mundo me había dicho que me iba a decepcionar, que no quedaba nada de la epoca de Alejandro Magno ni de los romanos y tal, así que cuando me encontré con una ciudad árabe agradable, con un paseo marítimo de 18 kilómetros, con unas avenidas anchas y una arquitectura decimonónica fastuosa, aunque decadente, no me decepcionó en absoluto, sino todo lo contrario.

En uno de mis paseos decidí montarme en una calesa de caballos, de las de turistas enamorados. El conductor era un hombrón beduíno con bigote enorme y ojos de esos egipcios que brillan como dientes de oro. Me intentó seducir y me decía unas barbaridades que me hacían temblar. Yo sonreía tímido como lo haría una esposa musulmana perdida de sus tres... ¿cómo se llama la relación parental entre dos esposas del mismo marido?... Al final, en vez de llevarme al huerto, simplemente me estafó en el precio, pero me di cuenta nada más pagarle e intenté que me devolviera la plata y se puso serio y los dientes de oro de los ojos se convirtieron en cuchillos y me fui para el hotel con el rabo entre las piernas, que es donde suele estar.

En el hotel que me habían buscado los de la biblioteca, que eran muy modernos y el director era sueco, estaba enfrente del paseo marítimo, en una plaza en el centro y tenía un trabajo de artesanía en hierro espectacular en cada ventana. Me perseguían las camareras por los pasillos al subir a la habitación, y luego era difícil dormir porque una tras otra llamaban con los nudillos a la puerta, maliciosamente suavecito, pero con esa insistencia que no te permite hacer oídos sordos, de tal forma que al cabo de un rato tenías que abrir y excusarte educadamente.

Algo parecido me ocurrió en Douala, en Camerún, pero ahí era un poco más salvaje porque te aporreaban la puerta y si no abrías te insultaba la puta borracha a voz en grito, !maricon! ¿acaso soy fea? ¡hijo de puta! y lindezas asi por el estilo.

En Alejandría me hice un traje. Como me habían dicho que las telas eran muy buenas y los sastres también y llegué el sábado y tenía que esperar hasta el lunes, tuve tiempo de ir corriendo a buscar a alguien que me midiera y me hiciera una chaqueta -un saco dicen acá- y un pantalón. Elegí una tela de medio invierno, una franelita muy agradable y cuando volví a por él me dieron un elegante trajecito sin forro por dentro, con lo que picaba considerablemente y con chaleco a juego, extra. Me lo puse todo el lunes y me fui andando el kilometrito o así desde el hotel hasta la biblioteca y me miraba todo el mundo, que me sentía yo como una torta de chocolate a la salida de un colegio.

Pero leyendo a este maestro de la literatura, este Lawrence Durrell de dios, a uno le entran ganas de hacerse musulmán del ramo y rendirse surrender a sus frases. ¡Qué fineza, qué inteligencia! Su escritura es como si un estudiante de Oxford especialmente brillante dejara lánguidamente caer la mano acercando el cigarrillo al cenicero mientras sentencia sobre cualquier aspecto trascendental de la existencia humana.

Hoy no voy a poder leer más, porque el merlot y leer no se llevan bien, no se dan, que decían en Guinea, y por lo tanto tendré que seguir dándole al primero hasta que me caiga en la cama, desparramado y solo como todos los días, como también mañana y al día siguiente, pero abrigado por la costumbre de estarlo y por la frazada paraguaya de vivos colores que le alegran a uno la resaca del triste despertar.

Con lo grande que es la casa esta donde vivo, podría compartirla con alguien y charlar de vez en cuando. Pero de repente me he dado cuenta de que este Cuaderno de Asunción no es otra cosa, en realidad, que ese alguien con quien charlar y que estoy mejor solo, con la musiquilla que salga del cacharro ese que me compré en la galería del Unicentro, escribiendo para quien me quiera leer pero, sobre todo, para mí.

Es la era esta de la globalización y de la internacionalización. De repente, vivo en Paraguay, que es un país muy peculiar en el que es más fácil ser doctor que señor, aquí en medio del cono sur americano, donde tengo el lujo de poder comunicarme contigo que me lees ahora, estés donde estés: en la oficina, subido en el piso de arriba porque abajo hacen mucho ruido, en el ordenador de tu madre, fisgando un rato el internet antes de irte a trabajar, en el tren si eres un poco moderno con laptop provisto de conexión móvil, en casa de tu amante árabe…

Pero en fin, termino, que ya sabemos que lo único irremediable es la muerte, que es siempre una losa que te cae encima unos días después de que empiezas a darte cuenta de que caminas con menos ligereza que de costumbre. ¡Y chau!