sábado, 11 de octubre de 2008

De Alejandría y otras lindezas

Estoy leyendo El Cuarteto de Alejandría, una tetralogía de novelas que escribió el hermano más pijo del otro que escribía sobre animales con mucha elegancia y desparpajo y que se llamaba Gerard Durrell. Tuvieron un gran éxito. Presentan cuatro perspectivas diferentes de un mismo conjunto de personajes y acontecimientos que tienen lugar en Alejandría, Egipto, antes y durante la II Guerra Mundial. Lo cierto es que a veces hay que hacer chapeau y descubrirse bien descubiertos ante tipos excepcionales como este hermano de Gerard, que se llama Lawrence como el de Arabia, y que habla de unas gentes blancas que pululaban por allá cuando la ciudad era elegante y distinguida.

Vivía yo en Cairo cuando me fui a Alejandría, por ver si me autorizaban a utilizar su mítica biblioteca (ver foto de arriba) para un trabajo de investigación que me pasó por las neuronas hacer sobre Alejandro Magno, viajero y ciudadano del mundo como yo, pero más bajito según dicen. Es un edificio posmoderno y muy feo, no muy grande y menos alto, con lo que mejor, y al final de la conversación me dijeron que sí y tuve que decir que no, después de haber ido hasta allá, porque me dio miedo salir de este mundillo de la cooperación internacional donde a veces estoy tan a gusto y otras no tanto, y donde hay curro de ese de no quejarse mucho de lo que le pagan a uno.

Ya sabía que la ciudad no era lo que había sido. Todo el mundo me había dicho que me iba a decepcionar, que no quedaba nada de la epoca de Alejandro Magno ni de los romanos y tal, así que cuando me encontré con una ciudad árabe agradable, con un paseo marítimo de 18 kilómetros, con unas avenidas anchas y una arquitectura decimonónica fastuosa, aunque decadente, no me decepcionó en absoluto, sino todo lo contrario.

En uno de mis paseos decidí montarme en una calesa de caballos, de las de turistas enamorados. El conductor era un hombrón beduíno con bigote enorme y ojos de esos egipcios que brillan como dientes de oro. Me intentó seducir y me decía unas barbaridades que me hacían temblar. Yo sonreía tímido como lo haría una esposa musulmana perdida de sus tres... ¿cómo se llama la relación parental entre dos esposas del mismo marido?... Al final, en vez de llevarme al huerto, simplemente me estafó en el precio, pero me di cuenta nada más pagarle e intenté que me devolviera la plata y se puso serio y los dientes de oro de los ojos se convirtieron en cuchillos y me fui para el hotel con el rabo entre las piernas, que es donde suele estar.

En el hotel que me habían buscado los de la biblioteca, que eran muy modernos y el director era sueco, estaba enfrente del paseo marítimo, en una plaza en el centro y tenía un trabajo de artesanía en hierro espectacular en cada ventana. Me perseguían las camareras por los pasillos al subir a la habitación, y luego era difícil dormir porque una tras otra llamaban con los nudillos a la puerta, maliciosamente suavecito, pero con esa insistencia que no te permite hacer oídos sordos, de tal forma que al cabo de un rato tenías que abrir y excusarte educadamente.

Algo parecido me ocurrió en Douala, en Camerún, pero ahí era un poco más salvaje porque te aporreaban la puerta y si no abrías te insultaba la puta borracha a voz en grito, !maricon! ¿acaso soy fea? ¡hijo de puta! y lindezas asi por el estilo.

En Alejandría me hice un traje. Como me habían dicho que las telas eran muy buenas y los sastres también y llegué el sábado y tenía que esperar hasta el lunes, tuve tiempo de ir corriendo a buscar a alguien que me midiera y me hiciera una chaqueta -un saco dicen acá- y un pantalón. Elegí una tela de medio invierno, una franelita muy agradable y cuando volví a por él me dieron un elegante trajecito sin forro por dentro, con lo que picaba considerablemente y con chaleco a juego, extra. Me lo puse todo el lunes y me fui andando el kilometrito o así desde el hotel hasta la biblioteca y me miraba todo el mundo, que me sentía yo como una torta de chocolate a la salida de un colegio.

Pero leyendo a este maestro de la literatura, este Lawrence Durrell de dios, a uno le entran ganas de hacerse musulmán del ramo y rendirse surrender a sus frases. ¡Qué fineza, qué inteligencia! Su escritura es como si un estudiante de Oxford especialmente brillante dejara lánguidamente caer la mano acercando el cigarrillo al cenicero mientras sentencia sobre cualquier aspecto trascendental de la existencia humana.

Hoy no voy a poder leer más, porque el merlot y leer no se llevan bien, no se dan, que decían en Guinea, y por lo tanto tendré que seguir dándole al primero hasta que me caiga en la cama, desparramado y solo como todos los días, como también mañana y al día siguiente, pero abrigado por la costumbre de estarlo y por la frazada paraguaya de vivos colores que le alegran a uno la resaca del triste despertar.

Con lo grande que es la casa esta donde vivo, podría compartirla con alguien y charlar de vez en cuando. Pero de repente me he dado cuenta de que este Cuaderno de Asunción no es otra cosa, en realidad, que ese alguien con quien charlar y que estoy mejor solo, con la musiquilla que salga del cacharro ese que me compré en la galería del Unicentro, escribiendo para quien me quiera leer pero, sobre todo, para mí.

Es la era esta de la globalización y de la internacionalización. De repente, vivo en Paraguay, que es un país muy peculiar en el que es más fácil ser doctor que señor, aquí en medio del cono sur americano, donde tengo el lujo de poder comunicarme contigo que me lees ahora, estés donde estés: en la oficina, subido en el piso de arriba porque abajo hacen mucho ruido, en el ordenador de tu madre, fisgando un rato el internet antes de irte a trabajar, en el tren si eres un poco moderno con laptop provisto de conexión móvil, en casa de tu amante árabe…

Pero en fin, termino, que ya sabemos que lo único irremediable es la muerte, que es siempre una losa que te cae encima unos días después de que empiezas a darte cuenta de que caminas con menos ligereza que de costumbre. ¡Y chau!

1 comentario:

Anónimo dijo...

karajo!!!!!
que me has pescado, en un subterraneo de Buenos Aires, leyendote en mi blackberry o como se llame , esos que de puro chismosos te llevan a cualquier parte y en cualquier lugar .........y zas en alejandria nada menos, y yo que bajaba en la estacion congreso termine en plaza miserere dandole de comer a las palomas.
gracias por sacarme del subte y dejarme volar