sábado, 19 de diciembre de 2009

Adiós

Durante los años vividos en Asunción, escribir una nueva entrada fue un agradable quehacer en mis horas vacías entre luces, en las madrugadas compartidas con mi más fiel compañera de almohada -la soledad-, o repartiendo ratos y entusiasmo entre la cocina, la compu y el skype para hablar con mi mujer.

Pero el tiempo y la cercanía del regreso a mi casa, fueron mitigando mis arrebatos de humilde escribidor de blogs, y los calores de esta primavera que termina asolaron la cosecha de mis pobres letras, suavizaron los delirios de mi torpe cabeza, y el ensueño desapareció.

“Cuaderno de Asunción” me aportó utopías y espejismos y yo contribuí con lo que pude, con lo que me daba el cuero. Aprendí a pensar más y mejor y a actuar de una manera más práctica, algo cínica y desvergonzada, eso sí. Con un pragmatismo nuevo que acabó por instalarse definitivamente en mi vida, convirtiéndola en lo que es.

Me ejercité en la insolencia para defenderme de falsos amigos, compañeros desleales y gentes interesadas y, casi sin darme cuenta, descubrí en el camino personas sencillas y encantadoras, hombres y mujeres que acabaron por quererme y me ayudaron, con elegante generosidad, a darle otro sentido al insustancial devenir de mis días paraguayos.

Gracias a ellos aprendí a quererme más y, de este modo, supe también querer mejor. Ha sido esta una época de las que marcan, por más que, de una manera u otra, todas dejan su huella. Han sido unos años crudos y difíciles, detrás de otros que quizás tampoco tuvieron desperdicio pero que, a diferencia de estos, no gozaron de documentación digital.

Creo que el pasado no debe volver. Este blog no tiene ya ningún sentido porque está lleno de pasado, porque se impregnó demasiado de mi historia, de la historia de cada cual en mi entorno, como un corolario proveniente de algo que terminó, de secuelas y vivencias llegadas del pretérito imperfecto.

¡Adiós y feliz Navidad!

domingo, 13 de diciembre de 2009

Volver

Hay muchas cosas que se han ido acumulando en la casa. Demasiadas. Pero vivir tiene eso: cosas inútiles en torno nuestro, objetos como recuerdos. Con los años, objetos y recuerdos son lo mismo. Un día, cuando ya no estemos, alguien tirará a la basura todo lo amontonado. A eso se reducen, así acaban, casi siempre, los recuerdos.

Vuelvo a mi casa, con mi familia, al otro lado del mar, porque ya nada me ata a este lugar o tal vez porque, pasada cierta edad, uno solo sabe ser lo que repite. Alguien, sin cuya eficacia la rutina diaria me hubiera sido bastante más trabajosa, ha puesto en mis cosas un orden pulcro que las hace maravillosamente ajenas. Es casi una ofensa alterar esa diáfana geometría de la casa desocupada de mí mismo, con las maletas dispuestas para el viaje.

Echo una penúltima ojeada al fulgor blanco de la heladera vacía. Trato de que mis pasos no dejen huella. Es una estupidez, pero me apetece vagar ahora, despacio, por las habitaciones, como si no hubiera llegado nunca, como si no tuviera que marcharme. Sin hacer ruido. Tal vez así la vida no se entere de que todo retorna. Ese todo que me asusta, me emociona y me conmueve.

Hace tiempo que, por repetidos, ya no me impresionan los regresos. Pero aquí compartí con otra gente, durante mucho tiempo, aire impregnado de amigos, de bahía, de tajys, naranjos y jacarandás, y ahora volver me parece una traición, como un "borrón y cuenta nueva" bajo las peculiares imágenes de mi biografía, un triste gris entre el recuerdo y el olvido.

Dándose de bruces con el retorno a una realidad antigua, querida y siempre evocada.


FOTO: Viendo la vida pasar.

domingo, 6 de diciembre de 2009

La chica del súper

A veces, algunos pensamientos, ciertas imágenes, vuelven a nuestra mente con tan obstinada insistencia que nos recortan, si cabe, lo que nos queda de vergüenza y dignidad. No se puede hacer mucho por evitarlo, si no es distraer la mente y cambiar de rumbo, no vaya a ser que naveguemos eternamente entre las tormentas y tempestades de esa obsesión.
Han pasado ya unas semanas desde que recibí el impacto que me produjo la mujer protagonista de esta historia, y aún no he logrado liberarme totalmente de aquella imagen. Ocurrió un sábado sin sol, a la puerta de un pequeño supermercado cercano a mi casa, donde suelo hacer las compras más urgentes.

Allí estaba ella: joven, con un aspecto fresco y limpio, pantalón vaquero ajustado, zapatillas deportivas, chaleco atado a la cintura, cuidada piel morena, el pelo recogido en una cola sencilla y pulcra. Como una niña buena que viniera de charlar un rato con sus amigas, sin maldades.

Allí estaba ella: inmóvil, de pie como una estatua de sal, mirando sin decir nada, extendiendo su mano con la misma humildad con la que nosotros la alzábamos, de pequeños, rogando una propina a nuestros papis. Me sorprendieron sus ojos oscuros, profundos y tristes, encendidos de vergüenza, quizás por tener que suplicar en aquella puerta, pidiendo para lo que fuera, soportando la indiferencia de tantos extraños que, insensibles y ajenos, pasábamos junto a ella. Parecía tan normal que asustaba.

Sin proponérselo, uno cae en la justificación rápida de creer que quien arrima la mano es siempre para malgastarlo en vicios o en necedades. Con este pensamiento transité con mi carrito por los pasillos del supermercado, cumplimentando mi lista de compra e intentando suavizar, de alguna forma, el contraste inesperado de lo que parecía una “niña bien” pidiendo en silencio.

No había terminado de pagar en caja cuando me percaté de que la chica hacía cola dos posiciones más atrás, sosteniendo entre sus brazos una caja de galletas de las más baratas y un bote de leche en polvo para bebés. Quedé perplejo.

Me fui con la cabeza baja, el carrito lleno de porquerías y el corazón sucio y triste. Abrumado, como en uno de esos sueños en los que te ves incapaz de hacer lo correcto y despiertas aturdido, solo que, esta vez, el entorno era real.

No volveré a comportarme con tanta indiferencia. Regresaré al supermercado y, si la encuentro, le pagaré galletas de primera, leche de la cara y hasta algún que otro caprichito, aunque sean los últimos guaraníes que me queden en el bolsillo.

Hasta entonces, supongo que no podré recuperar mi dignidad. Con suerte.

sábado, 28 de noviembre de 2009

La corbata


Ayer, un amigo [1] me regaló una corbata. Nada extraordinario, dirán ustedes con toda la razón del mundo. Cada cumpleaños le aporta a uno, al menos, un par de corbatas, con esa exigua imaginación que tenemos la mayoría de las personas para estas cosas, aunque se agradece igual el detalle. A mí me gusta más que me regalen un libro, cualquier libro, que son, como suelo decir, fuente de sabiduría.

Pero ayer la corbata, con ser linda y fácil de combinar con algunas de mis camisas, no fue lo más importante. El verdadero regalo lo descubrí, como un tesoro, al abrir el sobre que la acompañaba y leer las sentidas palabras que mi amigo me dedicaba, a modo de despedida, unas pocas semanas antes de abandonar, yo, Asunción.

Él sabe que no me gustan las corbatas, que solo me las pongo cuando estoy acorralado por las circunstancias, cuando no me queda más remedio y no veo otra posibilidad de vestir medianamente presentable ante algún evento que lo requiere: “Un detalle –escribe– por si se te ocurre usarla, que alguna vez puede que se te ocurra”.

En este club de intereses e interesados en que hemos convertido lo social, lo sociable y la sociedad, no es habitual que le refuercen a uno su autoestima con frases como “la verdad es que te has hecho querer, qué buen tipo eres, joder, lo que sabes, qué envidia…”

Por supuesto que mi amigo no tiene nada que envidiarme. Soy yo ahora quien le envidia por ser capaz de expresarse, en estos tiempos de egoístas y mediocres, con tanta generosidad, con tanta esplendidez: “Quiero que sepas –dice– que me siento afortunado por conocerte…”.

Soy yo el afortunado. Soy yo ahora quien se ruboriza ante los elogios y se emociona con tanto aplauso. Hoy me siento dichoso y feliz de tener un amigo así, de haber conocido a una persona para la cual la amistad, el afecto, la lealtad y la nobleza de estilo representan todavía valores preciosos, por encima de cualquier otra consideración.

Gracias, querido amigo.

[1] Emilio Jambrina, Coronel Agregado Militar de la Embajada de España en Paraguay, donde nos conocimos. Falleció en marzo de 2020. DEP.
FOTO: Corbatas. Luis XIV de Francia diseñó para el regimiento real un pañuelo con la insignia de la corona, al que denominó "cravette". A este regimiento se le conoció como Royal Cravette.

domingo, 22 de noviembre de 2009

El baño

Tengo una amiga metida en esas cosas del teatro, del cine y de la interpretación. Ahora está ocupada en un cortometraje cuya trama no me ha desvelado, pero que le exige filmar horas y horas en el principal cementerio de la ciudad. La Recoleta creo que se llama, como el de Buenos Aires.

Hace un par de días me escribió quejándose de que, con tanto calor como estamos padeciendo, el maquillaje se le corre como un líquido pringoso, pastoso y resbaladizo. “Hasta las tetas” me dijo la descarada.

Pero su protesta, dado que lo del calor parece no tener remedio, la centró en la ausencia, en el mismo cementerio, de un baño donde recomponer el maquillaje desmoronado. No sé si es habitual que los cementerios dispongan de baño. Tal vez sea una buena idea para cuando las familias acuden a adecentar el nicho y colocarle unas flores al finado –que maldita la falta que le hacen– y los niños se ponen pesados con lo de “pipi mami” o el abuelito con lo de la próstata.

Seguramente, la mami elegirá un rinconcito lo más discreto posible donde bajarle las bermudas al nene o la bombachita a la nena o sugerirle al viejo dónde aliviarse sin llamar la atención. Problema resuelto, por más que algunos lo consideren una falta de respeto para con el personal allí definitivamente estacionado.

A mí me parece bien que no haya baño en los cementerios. Total, los muertos no lo van a usar y los vivos tienen la oportunidad de mearse encima de un marido promiscuo o de una mujer desleal o de un líder indígena corrupto o de un político de mierda o de aquel jefe que un día te tocó el culo o de aquel chongo que te dejó plantada o, recíprocamente, de la yiyi que te corneó.

La vida no ofrece con frecuencia ocasiones así.


FOTO: Los niños del "pipí mami" cumpliendo con las instrucciones recibidas de su progenitora.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Nuevas tecnologías


Apenas unos minutos después de que el Airbus 340, que nos llevaría a Madrid, despegara de Sao Paulo, mi ocasional compañero de viaje bajó su mesita, colocó sobre ella una laptop de novísima generación, pulsó el botoncito on/off y esperó a que arrancara la última versión del sistema operativo más popular y más repudiado de todos los tiempos.

No pude reprimir el deseo de echar un vistazo, de reojo, a lo que vendría a continuación, pensando que, tal vez, el hombre querría ver tranquilamente una película recién descargada con el emule o las fotos de la brasilera con la que, supuestamente, habría intimado la noche anterior o se pondría a jugar al master mind, muy recomendable para mantener la cabeza en buen estado. Mis suposiciones no se cumplieron y lo que emergió en la pantalla fue una complicada  -me pareció- hoja de cálculo sobre la que se puso a teclear con evidente soltura y máxima atención.

Se me ocurrió pensar en cómo las nuevas tecnologías han mudado el aire de nuestras vidas. En otros tiempos, aquel hombre me hubiera hablado de su trabajo, de los motivos de su viaje, de sus hijos o de sus nietos… Yo le hablaría de Katutura, mi relato recién publicado, y de lo que me gusta el bacalao con tomate que cocina mi mujer. Tantas horas de vuelo dan para mucho y quizás hasta hubiéramos intercambiado nuestras tarjetas de visita con el deseo de encontrarnos próximamente en su ciudad o en la mía. En cualquier caso, hubiera sido un viaje muy agradable.

Las nuevas tecnologías, ciertamente, han conseguido modificar en profundidad nuestro estilo de vida y algunas de nuestras costumbres más arraigadas. Durante los años vividos en Asunción muchas personas me han mandado, a través del correo electrónico, una sucesión infinita de cadenas estúpidas, sugerencias, consideraciones, recomendaciones, advertencias, admoniciones, consejos, invitaciones, observaciones, presentaciones, exabruptos, dictámenes, premios, exhortaciones, encomiendas, sinecuras y prebendas que, todas juntas, han transformado profundamente mis hábitos y transmutado mis rutinas. Con mi vecino de asiento absorto en la Excel, y sin mejor cosa que hacer, sobrevolando las Azores ya tenía yo, in mente, una lista de las más importantes:

I – No tomo Coca-Cola desde que supe que la usan para limpiar el sarro de los baños, que puede disolver mi intestino en un plisplás y que el edulcorante utilizado produce un cáncer que te saca del mundo en cuatro días.

II – No frecuento los Kentucky Fried Chicken ni los Mac Donald, porque el pollo procede de engendros horripilantes, sin ojos ni plumas, criados en laboratorios de multinacionales asesinas, y la carne molida de las hamburguesas está obtenida de lombrices mutantes que cultivan para este fin.

III – Tampoco compro leche envasada en tetrapack, porque ha sido reciclada no sé cuántas veces, como indica claramente un número impreso en la base de la caja.

IV – No tomo bebidas enlatadas, por el peligro de intoxicarme con orín de rata u otros roedores capaces de transmitir la peste bubónica.

V – Mis sobacos apestan porque no uso desodorante, que son cancerígenos, según un estudio publicado por una universidad americana de máxima solvencia.

VI – Solo veo las pelis que me bajo de internet, no vaya a ser que, en el cine me siente sobre una aguja infectada de sida o alguna otra enfermedad extraterrestre.

VII – Nunca me llegó el prometido Nokia de última generación, ni las entradas que gané para visitar Disneylandia con todos los gastos pagados, ni el fin de semana con Pamela Anderson que me pedí después de reenviar a todos mis amigos y conocidos el mantra mágico recibido del mismísimo Dalai Lama.

VIII – Transferí una buena parte de mis ahorros a la cuenta de Anne Bruce, una pobre chiquilina que enfermó en más de 3.000 ocasiones con otras tantas enfermedades extrañas y que, cosa rara, tiene siempre 7 años desde 1995.

IX – Me informaron 287 veces de que Hotmail iba a borrar mi cuenta de correo si no mandaba un determinado mensaje a toda mi lista de contactos con el que, supuestamente, se evitarían “cuentas inactivas que atrofian y aumentan el tráfico en el servicio” (sic).

X – Llevo acumulados unos 3.800 años de mala suerte, 2.906 maldiciones bíblicas y he muerto 118 veces, como consecuencia de todas las cadenas que rompí.

Además, puse mi dirección de correo en una lista con unos 10.000 imbéciles más, para salvar de la extinción a una ardilla voladora de las islas Molucas; renuncié a sacar plata de los cajeros por temor a que me clonaran la tarjeta y, en las discotecas, ya no me fío de ninguna mujer, no vaya a ser que me lleve a un hotel para drogarme y luego me quiten un riñón para venderlo en el mercado negro y dejarme muerto dentro de una heladera.


IMPORTANTE – Si no copias este texto y lo envías al menos a 500.000 personas en los próximos 30 segundos, un dinosaurio morado, que canta guaranias, vendrá a comerse a tu familia, mañana a eso de las 5:30 pm y, al salir del trabajo, una ura te meará en los ojos dejándote ciego y te saldrá una hemorroide gigante en el mismísimo orto.

domingo, 4 de octubre de 2009

Walter Cronkite, periodista


Aunque el periodismo norteamericano fue, hasta el 11 de septiembre de 2001, mucho más que poner los pies encima de la mesa, Walter Cronkite tenía en su despacho una fotografía suya en la que aparecía en esa escasamente ortodoxa postura.

Ha muerto a los 92 años y con él ha desaparecido cualquier vestigio de una forma de ser y de hacer el periodismo. Era tal su credibilidad que en los Estados Unidos se decía que, hasta que Walter Cronkite no contaba una noticia, el público norteamericano no la daba por buena.

Para Walter, el periodismo era mucho más que aparecer y aparentar. Conocía su capacidad de influencia, bien ganada por su integridad profesional, y no se arredraba frente al poder. Fue el primero en contar la verdad de lo que estaba pasando en la guerra de Vietnam y, como ha reflejado un comunicado con ocasión de su fallecimiento, “Cronkite se dirigía a la nación, mientras otros se limitaban a presentar las informaciones”.

Su decisión de meter día a día, durante años, las escenas sangrientas de esa guerra en los hogares del país, fue lo que más ayudó a crear una conciencia nacional anti Vietnam entre el público y los gobernantes norteamericanos. En algún momento de su presidencia, Lyndon Johnson llegó a comentar: “Si he perdido a Cronkite, he perdido a la clase media norteamericana”.

Comenzó su andadura profesional como reportero en el diario Houston Post y después trabajó para United Press, para la que fue corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial. Se resistió a trabajar en la televisión porque, para él, el verdadero periodismo era el de los periódicos.

Sin embargo, todos le conocían como el presentador de las noticias de la CBS, hasta el extremo de que el presidente de esta cadena ha afirmado que es imposible imaginar a la CBS News, al periodismo y a los Estados Unidos sin Walter Cronkite. Nadie duda en que la gran mayoría de los jóvenes de esta generación aprendieron con él las más ilustradas, concisas y objetivas lecciones de la historia contemporánea.

Era tan cierto lo que decía que, al final de sus informativos, añadía una frase que no dejaba lugar a dudas “And that’s the way it is” (”Y así son las cosas”).

Habría que añadir que “así eran las cosas”, porque ahora son bien distintas. Hoy en día, ni en los Estados Unidos ni mucho menos en nuestro país existe un periodismo digno de tal nombre. Hoy no hay un periodista respetado por el poder, sino halagado, comprado o perseguido por ese poder, que se siente inmune a cualquier crítica.

Fuera del poder hacer mucho frío –también para los que no sueltan el botafumeiro– y solo por esa razón podemos entender algunos discursos de elogio a la nada.

Sin embargo, es mucho más significativo leer los elocuentes silencios de algunos pesos pesados con cierto poderío intelectual, que no se pueden permitir aparecer, dentro de algún tiempo, en las hemerotecas, como los que acompañaron a las moscas camino de la gran mierda.

Hoy, los dueños de los medios de comunicación no están interesados en que se cuente la verdad, sino en que se haga propaganda de sus intereses o se destruya al contrario.

Hoy, Walter Cronkite no sería posible.

Descanse en paz.


FOTO: Cronkite como corresponsal de guerra en Vietnam.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Cebollas



Como sucede casi siempre con estas historias, no hay nada que pueda comprobarse científicamente, pero lo cierto es que a la cebolla se le han atribuido poderes afrodisíacos desde tiempos muy antiguos.

Los egipcios prohibían que un sacerdote comiera cebollas, debido a sus propiedades de estimulación de la libido. Griegos y romanos la usaban con este propósito y Ovidio la menciona expresamente como un afrodisíaco “en el arte de amar”. En cambio, el poeta Marcial la recomienda para alejar al marido. Nada extraordinario al fin, dado que los maridos suelen alejarse sin necesidad de mayores motivaciones y, además, si era la dama quien debía ingerir el remedio, me imagino al pobre hombre huyendo despavorido, tras percibir el pestilente aliento encebollado de la parienta.

Durante la oscura edad media, fue ingrediente de otra medicina más misteriosa: la del amor. La doncella afligida solo tenía que acudir a la bruja del barrio para conseguir el llamado “pastel del amor”, cuyo componente principal era, por supuesto, la cebolla. Pero, ya se sabe que, tratándose de magas y hechiceras, las cosas no son sencillas y el pastel requería ser amasado sobre las propias nalgas de la damisela. La leyenda no lo dice, pero quiero suponer que la cocción de la masa no exigiría también introducir en el horno el culo de la joven.

Seguramente, mientras se terminaba de cocinar la empanada milagrosa, la moza, con la falda remangada y la bombacha en la mano, estaría metida hasta las rodillas en algún riachuelo de cristalinas aguas, frotándose el traste con ramas de romero y tomillo u otras hierbas aromáticas, a fin de contrarrestar tan repulsivo olor. No vaya a ser que resultase peor el remedio que la enfermedad.

Los mozos del medievo la utilizaban para fines más conspicuos. Si uno tenía problemas en la cama y no lograba la firmeza deseada, la ingesta de cebollas se convertía en un socorrido “viagra” capaz de enderezar a un muerto. La receta dice que con freírlas en aceite de oliva, junto con un par de yemas de huevo, o tomar su jugo mezclado con miel durante tres días, el efecto es espectacular.

Así lo describe Sheik al-Nefzawi en el clásico de la literatura erótica “El jardín perfumado”, escrito en el año 1535: “El órgano de Abu el-Heloikh permaneció treinta días en erección, sin desfallecer un instante, porque había tomado cebollas."

¡Como si tal cosa, el tipo! ¡Feliz primavera!


FOTO: Cebollas en el restaurante "La cocina de Gulliver",
en Areguá.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Fisioterapeuta rusa

La lectura de este post podría herir la sensibilidad de algunas personas. Si cree formar parte de ese grupo de riesgo, mejor salga a recrearse con los lapachos en flor que hermosean nuestras calles.

La joven se quedó dormida en el diván verde del salón en una difícil postura y decidí llevarla en brazos a la cama para que reposara en mejores condiciones. El esfuerzo me supuso una contractura muscular en la espalda que, cuatro días después, me seguía incomodando con un dolor agudo. Emi, que tiene remedios para casi todo, me facilitó una tarjeta de visita de una señora que, bajo un exótico nombre, que no citaré, anunciaba ampulosamente: “fisioterapeuta rusa”. En la tarjetita figuraban los datos habituales: dirección y teléfono, con un dibujito, arriba a la derecha, alusivo a tan digna profesión.

Concerté una cita para la mañana siguiente. La ubicación correspondía a un alto y feo edificio del microcentro, custodiado por un par de guardias de seguridad de esos que, al verlos, uno se lleva instintivamente la mano a la billetera, tratando de ponerla a salvo. El más bajito anotó mis datos –los cuales no comprobó– en un desgastado libro de registro, mientras me sonreía con una irónica mueca, o eso me pareció.

Subí a la planta no-sé-cuántos y la visión de aquel pasillo estrecho y sucio me produjo tan mala impresión que consideré, rápido, la posibilidad de volver por donde había venido. Pero la espalda me dolía y eso me impulsó a localizar la puerta “G” que indicaba la tarjeta.

Cada una de las numerosas puertas lucía una letra: en unas, la habían escrito con pintura de cualquier color; en otra, con tiza blanca; en alguna, sobre un trozo de papel cuadriculado, cortado de cualquier manera y sujeto con un chinche… La “G”, que yo buscaba, era una chapita dorada, pegada muy arriba, de modo que no se veía fácilmente.

El botón del timbre debió de dejar de funcionar hace tiempo y lo habían resuelto sacando al exterior, a través de un agujero practicado en el marco de la puerta, un pedazo de cable negro del que colgaba un pulsador en forma de pera, de antiquísimo diseño.

Llamé y a los pocos segundos me abrió una señora rubia, de ojos claros, rotundo culo, grandes pechos descansando sobre una panza prominente, pantalón corto y piernas gruesas y blancas, como la leche. Saludé con un “dobriy dieñ!” o “buenos días” en ruso. Me miró como a un extraterrestre, e insistí: “Vi ruskiy?”, o sea “¿es usted rusa?”. No, no era rusa ni entendía una palabra de lo que le estaba diciendo. Luego me dijo que el ruso era su abuelito. Considerando la edad de la dama, supuse que el hombre debió alcanzar la costa americana en una de las carabelas de Colón.

El interior olía mal, como si no lo hubieran ventilado en mucho tiempo. Le conté, en español, mi problema y me aseguró que estaba en el lugar adecuado y que saldría de allá en plena forma, a un precio razonable: cien mil guaraníes. Me mandó a duchar en un cuarto de baño pequeñísimo, con una ducha de las eléctricas, que tanto miedo me dan, sin espacio donde dejar mi ropa, solo con un colgador detrás de la puerta. Puse los zapatos debajo del lavabo, a salvo de posibles salpicaduras. No sabía si salir en bolas, con una toalla arrollada o en calzones. Me decidí por lo último, luciendo un Giulio precioso, de cuadritos en celeste y blanco.

La camilla también estaba hedionda; con un olor acre, como a sudores antiguos. Me dio reparo y asco apoyar la cara sobre aquel lienzo, así que me deslicé un poco hacia adelante para dejar la cabeza fuera de la camilla, en una postura incomodísima, pero preferible.

Todo comenzó muy bien. La mujer conocía su oficio. Localizó enseguida la contractura y comenzó a trabajar el músculo con unos dedos muy hábiles. La mejoría era evidente. Continuó masajeándome a pellizquitos toda la espalda y, cuando llegó más abajo, solicitó permiso para sacarme el Giulio. Lo hizo con muchísima discreción, lo dobló cuidadosamente y prosiguió, muy diligente, sobre los glúteos, las piernas y los pies.

Llegados aquí, me pidió darme la vuelta. Aparenté tranquilidad, pero quedarme mirando al techo significaba dejar mis atributos a la vista, en una situación que se me hacía poco airosa. No hubo caso: rápidamente colocó sobre las partes comprometidas un pañito de color, que me pareció una servilleta, y continuó su cuidadoso masajito por el pecho, la panza y, con sus manos debajo del pañito, por la parte interior del muslo, a la altura de la entrepierna. De pronto me dijo: “Se le está despertando el pajarito”. Reaccioné rápido y un poco grosero: “¡Toma! ¡Como que me está usted tocando los huevos!”.

A partir de aquí, aquello fue una vorágine. Como en los versos de García Lorca, ella se quitó el corpiño; yo no pude quitarme nada, porque ya no me quedaba nada por quitar. El “pajarito” se despertó del todo y tras un respetuoso “con permiso”, la mujer comenzó a interpretar un solo de flauta que no por conocido deja de tener un irresistible encanto para nosotros, los hombres.

Salí de allí como nuevo, sin dolor de espalda y completamente relajado… Al menos por unos días.

Abajo, al pasar junto al guardia, le devolví con descaro su irónica sonrisa.
FOTO: Lapachos rosados (tajy) en una calle de Asunción


sábado, 29 de agosto de 2009

Agosto

Casi se me escapa el mes sin haber escrito una sola línea en el blog. He estado de vacaciones, en Jaca, medio agosto, y el otro medio muy ocupado en la revisión de estilo del texto de mi libro, de la mano de Laura, como hacen los buenos escritores, mirá vos. Laura sabe mucho de eso y me pone comas donde faltan, me quita algún que otro acento, me propone sinónimos cuando repito una palabra demasiadas veces, me sugiere dónde debería usar comillas y dónde no… ¡Una joya, esta chica!

Lo cierto es que tenía un par de temas en la recámara para este mes, pero con la movida que digo, se quedan ya para septiembre. Como los malos estudiantes en el hemisferio norte.

Este verano hemos estado solos, mi mujer y yo, en Jaca. Guillermo se fue a Berlín, Diego a Nueva Orleans y Jorge trabajando en el pantano de Mequinenza. Visitamos una reserva natural en pleno Pirineo y, después de muchos intentos, conseguí tomar una foto de un lince ibérico, que dicen que es muy difícil. Aquí os pongo la imagen para que veáis qué majo es el bicho ese, en peligro de extinción, el animalito.


Me dio está vez por recuperar y practicar algunas actividades aéreas que tenía medio olvidadas: el vuelo sin motor y el parapente. Muy cerquita de Jaca tenemos un aeródromo, el de Santa Cilia, donde se dedican a esas cosas; pagando, claro. Entre lo que te cobran por la avioneta de remolque para llegar a la térmica, el alquiler del planeador, el instructor y el seguro, te sale un ojo de la cara y casi el otro, así que, para no quedarme ciego, volé nada más que un par de horas en este planeador de la foto. Arriba, solo se oye el sisear del aire cortado por el velero. Sobrecoge un poco ese silencio.

El parapente es mucho más accesible. Ahí estoy volando algo inclinado, porque la corriente térmica que sube por la ladera de la montaña, -la “dinámica” se llama- me empujaba de lado. El instructor, que es el que va delante, me lo advirtió enseguida y pude corregir la posición sin ninguna dificultad. Mi mujer se empeñó en acompañarme, porque dijo que quería ser ella la primera en recoger y hacerse cargo de los restos de su marido. ¡Optimismo puro, sí!

Me olvidaba del libro. Aquello que empezó como “la historia de Hans” se va a llamar, definitivamente, “Katutura”, que es el nombre del suburbio negro de Windhoek, en Namibia, donde discurre la mayor parte del relato. Tendrá 112 páginas exactamente, y ya está diseñado todo, incluso tapas y solapas. Lo más probable es que esté editado para mediados de octubre. Algunos se apuntaron ya para recibir un ejemplar cuando publiqué en este blog uno de los capítulos. Si alguien más está dispuesto a soportarme, no tiene más que decirlo. Termino con la foto de Katutura, abajo.

Un par de tipos, que casi no se ven, están haciendo pipí al fondo a la izquierda. Evidentemente, no hay cuartos de baño en el barrio.

miércoles, 29 de julio de 2009

Eternidad

Disculpen que no me levante a saludarles: es que estoy muerto. Como lo oyen. Pero no tengan miedo, no hay nada que temer de lo que no pertenece a este mundo. Acérquense, si les parece, para que me puedan oír mejor. Estoy tan bien acá que no quiero ni que Dios me resucite. No, gracias.

Ustedes no tienen ni idea de lo que es esto. Esta paz, esta armonía, solo podemos sentirla a este otro lado del reloj, esperando que se termine esta eternidad -si se termina- sin prisas, en medio de esta calma, de este asombro, de esta silenciosa detención del tiempo, de esta nada.

Hay quien dice que la muerte es una barbaridad, una atrocidad, sobre todo cuando es inesperada, como si uno no se pasara la vida esperándola. Algunos pretenden mirar para otro lado, como que no va con ellos, sin echar una ojeada al frente, al destino, al futuro. Se equivocan. La muerte no es más que una raya que se traza al final de la vida, una manera distinta de perder de vista el horizonte o, simplemente, una forma de dormir sin sueño. Cuando te llega la hora o te la hacen llegar, te despojas de todo lo humano y ya está, ya no te levantas más.

Morirse es como cruzar el misterioso umbral de lo desconocido y entrar en la zona más oscura del universo. Tienen razón quienes aseguran que se llega aquí a través de un largo túnel, pero no existe ese final luminoso que dicen. Aquí no hay luz. Por no haber, no hay ni una mísera bombilla. Es como la quiebra del día, en medio de una noche de soledad infinita, de vértigo y silencio.

La muerte es el vacío, lo negro, lo desnudo, una sombra vaga en un cristal oscuro que te atrapa entre sus suaves alas -necesarias para tan largo viaje- y te da un abrazo que dura toda la eternidad. La muerte es como un naufragio en el que se tira la vida por la borda y se fondea el barco en lo más profundo del océano.

¿Saben lo que más coraje me da? Verlos a ustedes vivos. A ustedes, sí, que son los que me han matado, los que me han asesinado por omisión de sus compromisos con la humanidad.

Yo soy el muerto aquel, latinoamericano, que los generales arrojaron vivo al mar, desde un avión, sin ninguna compasión. Un desaparecido más de los tantos que hubo en la larga lista de las caravanas de la muerte o en las cárceles de tanto sátrapa hijo de mala madre.

Soy el muerto aquel, afgano o de cualquier otra nacionalidad tercermundista, que no pudo llegar a adolescente porque se murió de asco, de hambre y miseria, en cualquier punto remoto del planeta, dejado de la mano de Dios, mientras ustedes se hartaban de asado y cabernet, de caviar y langosta, de putas y sexo.

El mismo al que un gobernador loco ató a la silla eléctrica para preservar el orden y la ley, el bienestar y la conciencia de sus ciudadanos.

El muerto aquel que los terroristas se llevaron por delante con sus bombas, en defensa de sus reivindicaciones políticas -de derecha o de izquierda, qué más da- o de la libertad -la suya, claro- o en nombre de un dios cruel, homicida y despiadado.

Sepan que me da coraje saber que podrían ustedes morirse tranquilamente en su cama, esperando la bendición apostólica de su santidad o que les cubran con el sagrado manto de una virgen cualquiera, de las tantas que pueblan nuestra arqueología religiosa.

En cuanto vea a Dios, un día de estos, le voy a pedir con toda mi alma que, cuando a ustedes, los políticos, los generales, los terroristas, los fanáticos, los sinvergüenzas y los hijos de puta, les llegue la hora, se los lleve derechitos al cielo, de una vez y para siempre.

No vaya a ser que caigan ustedes por aquí a joderme otra vez eternamente.



FOTO: Lluvia de perseidas en el cielo de verano del hemisferio Norte.

sábado, 11 de julio de 2009

La leyenda de Damián

Dedicado a mi querido amigo Raimundo Espiau, Rai,
con quien he pasado ratos muy agradables
conversando sobre nuestro Pirineo.

Cuentan los viejos montañeses que el fondo de los ibones, los pequeños lagos de montaña que salpican una gran parte de las cimas y valles altos de los Pirineos, está habitado por unos seres femeninos de origen mitológico, las hadas o fadas d’os ibons, como se dice en la antigua fabla aragonesa.

Hace ya muchos años, en Canfranc, un hermoso pueblecito cercano a la frontera con Francia, vivía Damián, más conocido como el cucharero, por su habilidad para fabricar con su navaja, utensilios en madera de boj o bucho. Era hombre de montaña, un poco hosco, escaso en palabras y hábil en recursos, obligado a sobrevivir al duro clima de las cumbres y a las difíciles pruebas que le imponía su poco amigable hábitat. Formaba parte del grupo de pastores trashumantes de la comarca. Cuidaban del ganado en los pastos altos y descendían a las tierras llanas -donde la nieve desaparecía antes- en cuanto asomaban los primeros fríos.

Ese año, Damián había sido padre de un niño. Cuando marchó al llano el invierno anterior, su mujer, con una sonrisa pícara, le había prometido que, al regreso, encontraría “nuevo ganado”. Nunca imaginó que se refería al ereu, el heredero de su humilde casa. Al volver, se encontró con una hermosa criatura a la que pusieron de nombre Fabián, como su abuelo.

Los meses pasaron rápido y, cuando quiso darse cuenta, el invierno volvió a ocupar su lugar. Esta vez decidió quedarse junto a su hijo y anunció que no bajaría al llano con el ganado. Sus compañeros pastores le llamaron loco. El mairal, el más veterano en la profesión, le amenazó con echarle del grupo, pero todo fue inútil. Damián quería pasar la Navidad con su esposa y su retoño, y vivir en su hogar; no en el monte.

Había invertido muchas horas tallando docenas de cucharas, cazos y cucharones que pretendía vender recorriendo los pueblos aledaños, y ganar así el dinero necesario para sobrevivir a la estación invernal. Pero llegó el 24 de diciembre y Damián había vendido muy poco, de modo que decidió pasar a Francia y probar suerte allí. Para mantener la cabeza alta, debería volver al pueblo con dinero suficiente antes del anochecer.

Partió aquella fría mañana de la Niubuena sin atender los ruegos de su mujer y su suegra. No creía en historias de biellas. Había escuchado muchas veces que, en los ibones del puerto, habitaban seres malignos que acababan con los caminantes que se atrevían a pasar por allí en aquellos días mágicos del solsticio de invierno. Sabía que el verdadero peligro, cuando se anda por las cimas, consiste en no reconocer a tiempo las crepas o grietas en el hielo, bajo la nieve, como le pasó a su hermano.

En el país vecino le fue bien. Logró vender una buena parte de su mercancía, pero esperaba algo más y apuró el tiempo todo lo que pudo, hasta que comenzó a anochecer. Conocía bien el camino y confiaba en las estrellas, como lo había hecho en tantas otras noches de pastoreo.

Sin embargo, esa noche, la cima del puerto le sobrecogió. La nieve amortiguaba el sonido de sus pasos, el viento estaba en calma y el silencio era absoluto hasta que, de pronto, escuchó la voz. Miró hacia la superficie brillante y negra del ibón. Allí no había nadie y, sin embargo, los sonidos venían del lago. A la primera voz se unieron otras, todas de mujer. El coro entonaba una melodía extraña y bellísima a la que se iban uniendo nuevas notas, acordes imposibles y misteriosas resonancias. En seguida, su nombre formó parte de aquella suave armonía, de aquellas sibilinas y engañosas voces que le llamaban:

-Damián, Damián, ven, ven… -resonó en la cumbre del puerto.

Le temblaba todo el cuerpo. Dejó resbalar el morral y comenzó a caminar hacia el ibón, atraído por una fuerza irresistible y fascinante. El hechizo de las fadas volvía a elevarse por encima de las aguas heladas, de la nieve y de las cumbres, y su poder, venido de otros mundos y otros tiempos, arrancaba de la vida al pobre Damián.

La profundidad del ibón fue su tumba.

Pasados los años, todas las Nochebuenas, un joven montañés llamado Fabián, sube al puerto y arroja una rama de boj, de bucho, a las cristalinas aguas del ibón.


FOTO: Ibón de Arriel, en el Valle de Tena, Pirineo Aragonés.

sábado, 4 de julio de 2009

Carmen Calvo dixit

Groucho Marx definió la política como ¨El arte de buscar problemas, encontrarlos, formular un diagnóstico falso y aplicar remedios equivocados¨. Sin discrepar un ápice de tan esclarecedor enunciado, puntualizo por mi cuenta que lo execrable de la política es que crea políticos que suelen alcanzar determinadas cotas de poder y que el poder político, valga la redundancia, engendra una especie de síndrome del prepotente que aleja de la realidad a quienes lo padecen. Adicionalmente, los rodea de un halo de estúpida arrogancia y los vuelve impermeables a la crítica y refractarios a la sensatez.

En esta línea de deficiencias neuronales, Carmen Calvo fue titular, en España, del Ministerio de Cultura, y ahora es vocal de las comisiones de Defensa e Igualdad y de Políticas Integrales de la Discapacidad. Las celebérrimas estupideces de esta mujer, surgidas de las más oscuras madrigueras de la ignorancia, no tienen nada que envidiar a las que atribuíamos a algunos personajes paraguayos hace unas pocas semanas. Estas son algunas.

Pontificando -nunca mejor dicho- sobre los vocablos o giros de origen inglés que se han ido incorporando a nuestra lengua, afirma, sin sonrojarse, que el ¨Español está lleno de anglicanismos¨. Seguramente, quiso decir anglicismos, pero confundió Gran Bretaña con el Vaticano. No es de extrañar: ¨Yo he sido cocinera antes que fraila¨, confiesa. Lástima que no lo siga siendo.

Prosigue dándole caña al idioma y establece, con absoluto desparpajo, que ¨Un concierto de rock en español hace más por el castellano que el Instituto Cervantes¨. Visto así, no sé qué hacemos gastándonos plata en tan inútil organismo. Lo aclara ella misma: ¨Estamos manejando dinero público y el dinero público no es de nadie¨. Menos mal, ya me quedo más tranquilo aunque, pensándolo bien, se trata de la misma filosofía de Vera, Roldán, Barrionuevo, Sancristóbal, Amedo y otros colegas del progresismo sociata, que acabaron en la cárcel por manilargos, o sea, por meter la mano en saco ajeno.

Obsesionada por la concertación del género -gramatical, claro- que les ha entrado a estas analfabetas, dice la Calvo que ¨Las señoras tienen que ser caballeras, quijotas y manchegas¨. En este punto discrepo totalmente con la ex­-ministra porque a mí, después de tantos años, me siguen gustando como me han gustado siempre, es decir, lindas, femeninas y cultas. Y si, como de paso, están bien buenas, pues mejor.

No aprobó la geografía del bachillerato. Asegura que ¨La romería del Rocío es la explosión de la primavera en el Mediterráneo¨. Hermosa frase… si no fuera porque el Rocío está en Huelva y Huelva está en el Atlántico. A nivel planetario, las cosas no mejoran: ¨Deseo que la Unesco legisle para todos los planetas¨. Los extraterrestres se van a mear de risa. Primero para el planeta de los simios, sugiero, primos hermanos al fin.

En Pamplona, en los Sanfermines, hablando con el alcalde, dejó caer otra perla: ¨Si quieres que te sea sincera, pensaba que solo se vestían así los cuatro que salen en la tele, corriendo el encierro. Mi hija de 4 años creía lo mismo¨. Podría ser ministra la niña. Están a la misma altura.

Hablando de la piratería, dedica un recuerdo a las palabras de Leonardo da Vinci cuando, según ella, sentenció que ¨Lo que mueve el mundo no son las máquinas, sino las ideas y, por lo tanto, defenderlas del plagio es una batalla necesaria para la sociedad¨. Mariscal de la derrota el tal Leonardo, porque la frase es de Víctor Hugo.

Un diputado, tras leer una cita de la ministra, añadió: ¨Carmen Calvo dixit”, a lo que ella, airada, replicó: ¨Ni dixie ni pixie, señor diputado, más respeto, que estamos en una sesión del Congreso¨.

Para terminar, creo que esta es la joya de la corona: ¨Me gusta madrugar para poder pasar más rato en el baño. Allí leo el diario, oigo la radio, pongo música y hablo por teléfono con los alcaldes en bragas¨. No deja claro si la que habla en bragas -bombacha- es ella o los alcaldes -intendentes- , pero me parece una conducta reprobable que requeriría algún tipo de explicación neurosiquiátrica.



FOTO - Dixie y Pixie, popular pareja de ratones en los dibujos animados de la televisión de 1958 a 1962, creados por Hanna-Barbera que, junto con el gato Jinks, hicieron las delicias de los niños de aquella época.

sábado, 27 de junio de 2009

Hans

Hans olía mal y la lluvia del amanecer parecía haber encendido los olores. La tierra se había perfumado de pachuli y nuevos aromas, viscosos y penetrantes. Rostros sombríos, la gente madrugadora había salido ya de la oscuridad de sus chabolas. Los necesitados de evacuar con urgencia orinaban sin recato al borde del camino mientras que otros, más circunspectos, se alejaban un poco buscando la discreción de los arbustos que rodeaban las casuchas, cuidándose de las cobras, difíciles de distinguir sobre la tierra ocre. Algunos habían sacado palanganas de agua para lavarse en ellas de cualquier manera, sin desnudarse, como con una pacata compostura religiosa. Pensé en las ladillas, en el olor acre de los sexos sucios, en el sabor a sudor rancio, en el hedor insoportable de los perros muertos pudriéndose a la orilla del camino.

Mientras escuchaba a Hans hablarme de Uta, la mujer que le abandonó, que renunció a su amor junto al fuego en algún lugar húmedo y frío del norte de Alemania, no podía sustraerme a la lluvia incierta y refrescante que nos regalaba la mañana. Evoqué la casita de la pareja, nido de amor sobre el acantilado, con sus visillos en las ventanas, su olor a chimenea y a puchero. Los días de melancolía plomiza, de brumas y aguaceros del norte de Europa, contrastaban con la mugre, el olor a sudor seco y a alcohol destilado que corría por la piel y la sangre de aquel viejo soldado borracho y sucio. De este Hans con el que estaba compartiendo unas horas turbulentas al final de una larga noche de cerveza barata, poblada de presencias y recuerdos. El azul de sus ojos pertenecía al mundo de Uta. La desesperación de su mirada, al degradado ambiente de este suburbio negro, marginal y olvidado de Windhoek, en Namibia.

Durante una de sus pausas me pregunté a qué mundo pertenecía yo. Descubrí en mí una cierta desesperanza en la urgencia con que escuchaba el relato de Hans, lavando acaso alguna de mis propias tristezas con la lluvia de su desventurada miseria. Quise saber qué rara audacia me mantenía allí, asomando la mañana, bajo la chapa ondulada de aquel garito indecente y miserable, en vez de encaminarme hacia el confort de mi hotel, mi desayuno continental y mi baño caliente.

Debí quedarme traspuesto con estos pensamientos porque, de repente, con voz de sueño, el viejo guerrero de Afganistán, el veterano intérprete de batallas que no eran suyas, me preguntó si le seguía escuchando. Sus palabras dejaron en el aire toda la carga de angustia que le apremiaba. Hans necesitaba atención y exigía concentrarme en el devenir de su historia.

- Lo siento Hans. No sé por qué, de repente me he puesto triste. La tristeza de los tragos -me disculpé-. Estoy escuchándote, pero déjame un minuto.

Salí a la lluvia a despejarme. La película de mi vida retrocedió en el proyector a toda velocidad, devorándose a sí misma, como a la búsqueda de un instante que contuviera la clave de mi existencia. Tal vez dentro de poco me vería yo, como él, en la penuria de mendigar un oído paciente y entregado. La noche en blanco y el alcohol me habían anestesiado durante unas cuantas horas. Pensé que para mí, gran afortunado, aún no había llegado el momento dramático en el que las trompetas de mi apocalipsis rompieran el ensordecedor silencio de mi vida.

Le largué una patada a una piedra, como quien le atiza en el culo al mundo, y me recompuse. Con el brazo desnudo me quité la lluvia que me resbalaba por la cara y volví a sentarme con Hans.


FOTO: Grupo de Ingeniería Gráfica Avanzada (GIGA) de la Universidad de Zaragoza.

NOTA - Este post forma parte de un relato de mayor calado que estoy escribiendo y que quiero publicar completo, en forma de libro, antes de marcharme de Asunción. A los que me lo pidan, les haré llegar, con mucho gusto, un ejemplar.

martes, 16 de junio de 2009

Areguá, la perla del lago

Dedicado a mi amiga Patty Martínez,
apasionada entusiasta de Areguá.

Si el viajero interesado en conocer datos, pormenores y detalles, decide sumergirse en internet, la Wikipedia le pondrá enseguida al corriente de que Areguá es la capital del Departamento Central y de la frutilla -léase fresa al otro lado del mar- y que, además, es una ciudad de artesanías situada a orillas del lago Ypacaraí. Si continúa leyendo, la enciclopedia online le informará de su toponimia, clima, demografía, historia… Escasamente sensible e innecesariamente ilustrado.

Areguá es, por encima de todo, una hermosa e inolvidable experiencia, un viaje en el tiempo a una época pasada donde el calendario se detuvo de pronto y nos dejó un paisaje irrepetible, un legado de glorias lejanas, de singular belleza y notable esplendor.

Areguá es el destino de un viejo tren a vapor que, resistiéndose a morir, sigue haciendo quincenalmente su recorrido desde Asunción, con descuidados vagones de época y una primitiva locomotora, quemando leña como combustible. Inaugurado en 1861, fue uno de los primeros ferrocarriles de Sudamérica, reducido hoy a la nada por el abandono, la desidia, la indolencia y el desinterés colectivos. Aun así, el viajero disfrutará del paisaje, despacio, recreando la vista a no más de 15 kilómetros por hora.

Apenas puede uno echar un vistazo rápido a las artesanías de todo tipo, licores imposibles y deliciosas mermeladas de frutilla que se le ofrecen a la llegada, en lo que algún día debió ser una concurrida estación de ferrocarril. Hay que darse prisa, porque queda mucho por ver. La hora de salida del tren de regreso no nos permitirá disfrutar demasiado tiempo de la ciudad que inspiró La babosa, la obra del genial Gabriel Casaccia, clásica de la narrativa latinoamericana, relato descarnado de las miserias de una aristocracia decadente que se ve obligada a vivir en sus residencias de fin de semana después de haber perdido la mayor parte de sus bienes. La casa donde nació el escritor se ha transformado hoy, de la mano de Bettina, en un encantador hotelito que bien se merece unos minutos de nuestra visita. En el bar se puede disfrutar de un martini rosado excelente… si aún le queda, que algunos somos ya irremediablemente adictos al brebaje.

Lo recomendable es dar un paseo por la avenida Mariscal Estigarribia que desciende majestuosa desde la iglesia hasta el lago -excesivamente contaminado por cierto- admirando, primero, en la colina, un grupo de seductoras casitas de estilo colonial español y luego, iniciado el descenso, las antiguas casonas que pertenecieron, o tal vez aún pertenecen, a familias adineradas de Asunción. Las mismas que, en su época, favorecieron a Areguá como su lugar preferido de descanso hasta que, por razones incomprensibles, las gentes tomaron la errónea decisión de abandonar tanta belleza para trasladarse a un desabrigado y ruidoso San Bernardino, al otro lado del lago.

Paisaje, encanto y rincones de excepcional belleza se dan la mano en esta memorable ciudad. En la calle de los artesanos, el barro es el elemento natural de la variopinta producción de obras de decenas de artistas, algunos formados en la escuela de Manises, España, donde las técnicas de alfarería se van transmitiendo de padres a hijos desde los tiempos de los árabes. Al final de la calle, en la llamada “curva Bolaños”, es obligatorio visitar la galería de arte de Justo “Pete” Guggiari, significativo referente dedicado a la difusión y exhibición de esculturas y objetos de artistas nacionales de reconocida trayectoria. También El Cántaro, espacio cultural y almacén de arte, ofrece interesantes obras, talleres creativos e incluso conciertos de música de nuevos compositores.

Antes de regresar al tren y para acallar el clamor de un estómago hambriento, nada mejor que dejarse ver por el restaurante La cocina de Gulliver, de mi buen amigo Manuel, quien nos deleitará con una tortilla de papa y cebolla, como solo mi abuelita vasca sabía hacer, y una paella que el viajero guardará en el cajón de sus mejores recuerdos gastronómicos.

Casi tan inolvidable como la misma Areguá, la perla del lago, de la que os dejo aquí algunas imágenes. Como para ir haciendo boca.




NOTA - Para ver las imágenes y escuchar la música de fondo que las acompaña, este post contiene, justo aquí encima, un enlace a YouTube que, a veces, puede tardar un ratito en aparecer. ¡Paciencia!

sábado, 30 de mayo de 2009

Guay del Paraguay

No he podido sustraerme a la tentación de publicar este texto para regocijo de propios y extraños, a modo de bestiario nacional, aparecido en el diario madrileño "El Mundo" y firmado por el periodista Jiménez Losantos.

Para los no iniciados en los entresijos de la política española, que tampoco se pierden nada, les participo que Bibiana Aído es Ministra de Igualdad en la madre patria, un ministerio sacado de la chistera de nuestro imaginativo presidente con la pretensión de promover la igualdad entre las mujeres, supongo.

Igualarse con el hombre, rey de la creación, como es sabido, se me antoja tarea imposible para tantas necias, capitaneadas por quien afirmó, sin pizca de sonrojo, que el feto humano no es un ser humano y que abortar es como ponerse tetas. ¡Toma ya igualdad!

Bibiana Aído, sin historia, sin leyenda y sin oposiciones, debe partir a Paraguay en excursión semántica, como iban los ilustrados en el siglo XVIII a herborizar y a catalogar lenguas indígenas. Allí, entre los escombros de los partidos colorado y desteñido, a la sombra imprecisa del clero populista, se produce la auténtica revolución silenciosa del discurso político en español. Y si la miembra del Gobierno quiere aportar al diccionario y al politiqués vocablos modernos y conceptos antiguos, no hallará mejor cantera de ingenio. He aquí algunas aportaciones de próceres y próceras paraguayos y paraguayas, recopiladas por los periodistas Vera y Ramírez.

En Radio Ñandutí, un senador oviedista dice a Juan Carlos Acosta: Te vamos a recibir como un hijo prodigio. El presidente de la Junta Municipal de San Antonio se sincera en el diario ABC: Vamos a ponernos todos de acuerdo para eludir la ley. Un diputado de la oposición se siente agredido y dice: No voy a permitir alucinaciones personales. Un analista político habla de La Venus de Mirlo. Blas Riquelme, senador del Partido Colorado, denuncia en Radio Ñandutí que un adversario político se lavó las manos como Pitágoras. No es el único helenista. Una columna en Ultima Hora: La espada de Pericles cuelga sobre el pueblo, compañero. Un líder colorado aclara: La espada de Temístocles pende sobre nuestras cabezas. Pero otro helenista confiesa que cada uno tiene su talón de Ulises. En la campaña electoral dicen que Perón incendió Roma, pero según el ex presidente Duarte Frutos, los delitos son hechos imprevisibles.

¿Anglicanismos, que decía Carmen Calvo? Menos que latinismos, pero los hay: una comisión ad hoc se convierte en hot dog. El senador Julio C. Fanego ayuna en ABC: Hablamos pero no comemos; ese es el valor de la democracia. Al descrédito se suma Eugenio Jacquet, ex ministro de Stroessner: Hasta en la cárcel somos mayoría. Luis Bestard modera: No existe un país del mundo donde no haya corrupción; si fuésemos demasiado radicales no quedaría ningún ministro en el cargo. Y el diputado Magdaleno Silva: ¡Por fin tenemos a un presidente que no es tan corrupto!. Más eruditos: Del Rosario Riveros en Radio Cardinal: Hay que ser y no aparecer. Osvaldo Domínguez, del Club Olimpia: Como dijo Martín Fierro, ladran Sancho, señal que cabalgamos. La colorada Angela Agüero (aquí hay gato incendiado) dice en Radio Cardinal que su partido va a renacer de sus cenizas como el Ave Flemin. Y en Radio Asunción concluye otro Caldera: No tenemos por qué rasurarnos las vestiduras. Todo es tan guay del Paraguay que Bibiana debería estar ya volando hacia esa Academia.

FOTO: Ave Flemin renaciendo de sus cenizas, un poco antes de descubrir la penicilina.

sábado, 23 de mayo de 2009

Tribus urbanas: Emos

En un entorno como el nuestro, de claves indefinidas, donde cada cual atrapa su espacio a su manera, los emos no son más que una forma de expresión de jóvenes que tienden a victimizarse.

Se trata de una nueva e inquietante tribu urbana, cuyos cultores rechazan sistemáticamente a su familia, a la sociedad y a la humanidad completa que, por supuesto, no les comprende. Vestidos de negro, con los ojos maquillados, flequillo a lo pijo alternativo y mirada triste, se autoflagelan para mostrar su dolor. Se definen como personas sensibles, víctimas inadvertidas del mundo que las rodea.

Los emos suelen ser gente delgada que se deja el pelo largo para ocultar parte de su rostro, no vaya a ser que los vean. Debido a su andar afeminado, a veces son confundidos con los metrosexuales -otra tribu urbana de la que me ocuparé en su momento- hombres que cuidan excesivamente su estética y terminan brindando un aspecto femenino.

Los emos tienden a llorar por las esquinas, con o sin motivo, haciendo un mundo -a veces dos o tres mundos- de sus imaginarios problemas. Predican la anarquía, el socialismo y el comunismo, vistiendo ropa de primeras marcas y alto precio, tipo lacoste, burberrys o ralph lauren. Sus champions, por excelencia, son las converse all-star o “pisahuevos”.

Se consideran vegetarianos porque queda cool ir de eso, por más que luego se zampen en el Mac Donals un bigmac con lechuga, y consideren bocadillo vegetal a esa mezcla pringosa de carne, lechuga y huevos duros con medio litro de mayonesa.

La especie, cuyos pasos evolutivos no se conocen con seguridad, usa pantalones ceñidos en exceso, probablemente sustraídos del armario de su hermana, a condición de que no sea caderona, remera oscura y mochilas de cartero llenas de parches de bandas emo punk. A veces se colocan gafas de pasta, aunque vean perfectamente, cinturones de cuadritos de colores y características cromáticas inusuales, o de tachuelas. Tienden a exhibir bordados con forma de estrellita de dudosa tendencia sexual, con puntas redondas, no se vayan a pinchar, corazones y caritas tristes o pseudocadavéricas, con una curiosa devoción por hello kitty, la gatita blanca antropomorfa que lleva un lazo en su oreja izquierda. También les encanta gloomy bear para acompañar las emociones o antiemociones de la especie. Es un osito encantador, tierno y blando aunque, en realidad, se trata de una bestia que asesina y devora humanos.

En grupos, suelen ir tomados de la mano -iba a escribir “cogidos”, pero mi estricta correctora de estilo no me lo permite- no vaya a ser que se pierdan. Luego se ubicarán en una esquina oscura a escuchar su ipod rosado, decorado con la sangre de sus propias venas abiertas, para quitarse una foto tapándose la boca o con cara de sorprendidos o tapándose la boca con cara de sorprendidos.

Estos emos virales, que no viriles, contagian con su sola presencia a las demás criaturas de dios, provocando que la enfermedad flequillus emoide esté actualmente en vías de convertirse en una pandemia al estilo de la gripe del cerdo, con perdón. Véase si no el animalito de al lado o el caso más dramático del mismísimo Emo Morales.

Dentro de unos años, los supervivientes irán al trabajo vistiendo saco emidio tucci y corbata de seda natural, y escucharán a Moby, que es como escuchar hoy a Kenny G y hace 20 años a Ray Conniff.

FOTO (Arriba del todo): Chico emo despidiéndose de su mejor amiga antes de cortarse las venas.

viernes, 15 de mayo de 2009

El corazón de la memoria

Has navegado por un río de dolor que lleva hasta el corazón de la memoria. Has visto apagarse en tus brazos la vida que te dio la tuya, como una vela que se extingue entre un chisporroteo de estertores y has flotado, a tu pesar, en ese amargo vacío sin respuestas que siempre crea la aparición cercana de la muerte.

Te ha herido la mirada el resol de la mañana de mayo que enciende los muros de cal de una casa invadida de ausencias, en la que cada rito cotidiano te clava la punzada de una soledad pastosa, densa e inerte.

Has sentido el silencio hueco y funeral del desamparo cuando recorres las estancias que habitó tu niñez colorida de voces y presencias, cuando acaricias los muebles y los armarios y los libros donde reposa la huella polvorienta del tiempo que dejaste atrás.

Has desandado el camino de tu propio ser hasta el primer instante que recuerdas y, en esa dolorida exploración, se te han acumulado las horas hechas años hasta dejarte exhausto, apaleado por un remolino de sentimientos, estacado de zozobra en mitad del patio donde jugabas con la feliz disipación de la inocencia, quizá bajo este mismo trozo de azul en el que oyes cantar los pájaros y mecerse las flores recién abiertas, como esa rosa que alguien acaba de dejar en tus manos.

Al cerrar por fuera el viejo portón, has notado en tus entrañas el golpe seco de la madera vencida y sabes que has bajado la persiana de una etapa que ya no volverá, salvo en la bruma de la memoria con que alcances a evocarla.

Nada hay tan común como la muerte de un ser querido, pero en ese trance decisivo, jamás sirve de nada la experiencia. No vale el esfuerzo intelectual ni el consuelo moral ni la misma certeza del desenlace.

Al final, estás solo delante de la maldita puerta que tendrás que cerrar con la melancolía de un expatriado, mientras tu estómago te pega por dentro la patada brutal de la evidencia. Antes lo sabías o lo intuías, pero ahora lo sientes con una certidumbre definitiva, irrevocable: la infancia no acaba cuando te haces adulto, sino cuando muere tu madre.

Así que has vuelto lentamente de la áspera anestesia de los recuerdos al presente que dejaste colgado en la percha del recibidor cuando la angustia te agarró de las solapas para lanzarte a su vértigo de soledades y, en los periódicos ya caducos de las últimas horas, has buscado la hoja de ruta del retorno.

No te será difícil: todo está igual que antes de tu periplo al fondo de la nostalgia. El mismo ritual fatuo de palabras sectarias, el escenario idéntico de una política inmóvil, la trivial logomaquia repetida de consignas estériles.

Una breve, concisa cuenta mental te ha permitido calcular la diferencia: debe de haber quince mil parados más y ni siquiera eso resulta ya una novedad para tener en cuenta.


jueves, 30 de abril de 2009

La leyenda de Pirene

Ninguna de las montañas que arrugan la superficie de la tierra podría comparar su hermosura con la grandiosa belleza de los Pirineos, la cordillera que cose nuestra vieja piel de toro, España, al continente europeo.

En invierno, el tapiz blanco de la nieve afina el abrupto paisaje pirenaico, transformando picos y cumbres en suaves formas de impoluto algodón. En primavera, la naturaleza estalla de alegría y viste a las montañas con colores y tonalidades imposibles, superando con creces nuestra imaginación. En verano, cimas, crestas y picos se disuelven en el azul del firmamento en un intento inútil por alzarse hasta el cielo. En otoño, los bosques se tiñen de oro viejo, primitivo y valioso, como las leyendas del Pirineo.

Esta que voy a contaros es, para mí, la madre de todas ellas. La inventaron los griegos hace muchísimos siglos, cuando se enmarañaba la creación del mundo con la lucha de dioses disputándose la posesión de la tierra.

Dos de ellos eran extremadamente fuertes: Atlante, cuya misión era sostener sobre sus espaldas la cúpula celeste y Hércules, hijo de Zeus, valeroso como nadie, al tiempo que violento y cruel como ninguno. Atlante, de carácter afable y pacífico, vivía feliz en su reino de Atlántida. Hércules, apátrida, recorría el mundo sembrando el dolor y el caos por doquier. Ambos eran enemigos irreconciliables.

Hércules había engañado a Atlante con sus malas artes cuando fue a robar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides, ninfas que cuidaban de un maravilloso vergel ubicado al norte del país marroquí. Allá conoció a la más bella diosa de las Pléyades, Pirene, hija de Atlante. La pretendió como esposa, y la hubiera conseguido porque nada parecía imposible para él, pero Pirene adoraba a su padre y se juró a sí misma que nunca consentiría el amor de aquel energúmeno inhumano y atroz.

Desairado el dios en su amor no correspondido, en un arrebato de cólera partió la tierra con un golpe de su enorme clava o cayado, dando lugar a lo que hoy se conoce como estrecho de Gibraltar. En los dos extremos plantó sus columnas, Calpe y Abila. El agua del Mediterráneo se precipitó sobre la Atlántida, anegándola y destruyendo el maravilloso reino de Atlante. La bella Pirene consiguió escapar a la catástrofe huyendo hacia el norte, para refugiarse en los frondosos bosques de las montañas que más tarde llevarían su nombre.

Hércules, desorientado, recorría el mundo en su busca. Jamás renunciaría al amor de Pirene. La noticia llegó a los oídos de la diosa que, aterrada, incendió los montes, prefiriendo ver todo arrasado y aceptando su propia muerte antes que caer en los brazos del poderoso y caprichoso dios.

Hércules vio la terrible humareda elevándose hasta lo más alto del cielo y, presintiendo la tragedia, se dirigió a grandes zancadas hacia las montañas. Llegó al atardecer, cuando todo era ya una inmensa ascua de bosques ennegrecidos y árboles convertidos en carbón. Buscó a Pirene por valles, colinas, grutas y recónditos parajes, siguiendo el rastro de las lágrimas de su amada, que salpicaban la montaña y cristalizaban en ibones de intensos azules, pequeños lagos que el viajero puede admirar hoy en rincones de increíble belleza.

Encontró al fin a la diosa de sus amores. Quiso rescatarla del incendio, pero ya era tarde. Pirene agonizaba, sonriendo entre los estertores de la muerte, feliz de haber logrado burlar al poderoso hijo de Zeus. Jamás, ni ella ni el monte que le dio cobijo, se someterían a nada ni a nadie.

Hércules, por su parte, se juró a sí mismo que aquella tierra quedaría para siempre marcada con la señal de su amor imposible. Tomó con infinito cariño a Pirene y la enterró allí mismo y, con sus propias manos, preparó el colosal mausoleo. Desgajó del suelo las gigantescas rocas y montañas calcinadas y las fue apilando hasta dejar acabada una inmensa cordillera que desafía a los cielos y que, para siempre, se llamaría Pirineo, en memoria de la hija de Atlante, y como símbolo del amor del dios poderoso. Luego, angustiado y solemne, lo cubrió todo con un sudario blanco de purísima nieve.

De ese Pirineo, forjado en el fuego, la pasión y la fuerza, nacería más tarde una estirpe, una raza, un pueblo heredero de dioses, fantasías y amor a la libertad.


FOTO: Lágrimas de Pirene en el ibón de Estanés. Al fondo, el macizo del Aspe.

miércoles, 15 de abril de 2009

Cita con la memoria

Pasó junto a mí rozándome con su túnica morada, sin reparar en mi presencia, sin detenerse, caminando rápido y solemne, como una sombra muda y anónima avanzando con paso decidido y resuelto hacia su cita anual con la memoria. Apenas vaciló un instante antes de abandonar la penumbra de nuestro portal, como para acostumbrar sus ojos a la claridad limpia de abril.

Sé quién es. Nos hemos cruzado muchas veces en la calle, en el ascensor y en el garaje del edificio donde vivimos. No hemos hablado mucho, pero sí lo suficiente para saber que es un vecino cómodo, una persona erudita, con ideas claras y mente despejada, irreligioso, aunque hoy es un hombre distinto. Hoy no hay gestos, ni palabras, ni saludos. Dentro de unas horas será solamente un costalero anónimo portando la efigie de un Cristo Crucificado en la procesión de una desconocida cofradía. Nadie que no haya estado en las trabajaderas, juntando sus hombros y su esfuerzo con otros como él, sabe hasta qué punto se comparte ahí abajo la experiencia del sufrimiento.

Este intelectual escéptico me dijo un día: Yo no creo estar llevando a Dios sobre mis hombros, pero sí a un hombre que murió por el perdón de todos. Me basta con esto para involucrarme en un acto que no pretende ser más que una sencilla muestra de solidaridad con mi gente.

Esto es allá nuestra Semana Santa, en mi tierra lejana donde acabo de pasar unas cortas vacaciones: ni un rito atávico ni un aquelarre de fundamentalismo religioso, sino el reencuentro, en la armonía de la primavera, de un pueblo con el paisaje moral de sus sentimientos y de su conciencia, de sus pasiones y de sus emociones. El reencuentro con el Hombre.

Aún existen miradas vacías, simples y superficiales, que confunden esta fiesta de formidable intensidad sentimental con una tradición estúpida de ancestral folklore patrio o, peor aún, de fanático catolicismo integrista. Deberían, en cambio, ver y admirarse del asombroso respeto con el que cada cual vive la expresión de su fe o los motivos de su presencia. En pocas citas masivas se produce tantísima tolerancia. Políticos profundamente críticos con la Iglesia Católica, presiden sin conflicto alguno las procesiones de su ciudad. Mujeres pro-abortistas caminan descalzas tras la imagen del Gran Poder, protegiéndose acaso, con un pañolón, de la lluvia de cera de los cirios.

Es la gran fiesta del perdón, la cita del pueblo con la memoria, preservada a través del tiempo por una simbología de devastadora potencia emotiva y bellísima sensibilidad estética, que nos vincula con la necesidad de la indulgencia. Un ritual profundamente enraizado en la religión y en la ética, en esa dimensión social de la penitencia, el amor, la compasión y la piedad.

Los mismos valores del Hombre cuya figura crucificada y moribunda paseó estos días por nuestras calles. Del Hombre que, al perdonar a sus enemigos porque no saben lo que hacen, dejó abierto el poder de la misericordia incluso para los que sí lo saben.

¡Felices Pascuas a todos!


FOTO: Cofradía del Cristo Crucificado

domingo, 29 de marzo de 2009

Pirineo fantástico: Güixas

Dicen que las brujas del Pirineo, güixas en la fabla aragonesa, son las auténticas, las genuinas, las brujas más brujas del mundo de la brujería. Dicen que fueron ellas las primeras en entregarse al diablo en figura de macho cabrío y en convertirse en gatos negros. Pioneras de los vuelos a escoba, precursoras de los vuelos sin motor y adelantadas de los actuales vuelos de bajo costo. Las primeras también en dar con sus pobres huesos y enjutas carnes en las hogueras encendidas por las inquisiciones de turno.

A la hora mágica de la medianoche se reunían en aquelarres, vocablo de origen vasco con el que se designan los lugares donde celebraban sus rituales, en cuevas o a campo abierto. En estas celebraciones, las cohortes de brujas, lamias, magas, hechiceras y esperpentos veneraban al diablo, aparecido a veces como un macho cabrío y otras con forma humana con partes de animal, patas de cabra, cuernos o pezuñas. Tras horas de cánticos y ofrendas orgiásticas se abría un portal infernal para veneración, culto y salmodia a Satanás y para obtener poderes sobrenaturales.

Uno de los aquelarres más conocidos del Pirineo de Huesca es el que se celebraba en la gruta de la güixas, cerca de mi casa de Jaca, bajo el impresionante macizo de Collarada, donde las formaciones pétreas se manifiestan en todas sus variantes. Según se avanza hacia el interior, la cueva va ganando altura, sonidos, formas y murciélagos hasta llegar a una gran sala de 16 metros de altura que cuenta con un agujero por el que pueden verse la luna y las estrellas, elementos imprescindibles y en condiciones perfectas para invocar al demonio. Además, se abre al lado de un dolmen, dato importante puesto que, de alguna manera, se relacionan así los ritos atribuidos a las brujas con la antigua religión de los pueblos megalíticos, es decir, el mundo de los vivos y el culto a los muertos.

Las güixas se reunían también en corros de brujas, en lugares al aire libre, abrigados y de difícil acceso. La arquitectura de estos corros responde siempre a un mismo patrón que se supone mágico. Sobre la circunferencia exterior de un círculo de 7 metros de diámetro crecen, equidistantes, 7 árboles tejos y, debajo de ellos, mirando hacia el centro del círculo, se sitúan 7 grandes piedras, como sitiales para cada una de las 7 brujas del corro.

El tejo, poderoso y longevo, es el árbol mitológico por excelencia de druidas y chamanes, que puede llegar a vivir todo un milenio. Se le relaciona con la vida por su extremada longevidad y con la muerte por su elevada toxicidad. Su savia de color rojo oscuro, como la sangre, contiene un veneno que podría matar a un caballo en menos de cinco minutos. Con él se suicidaban los guerreros celtas y astures que preferían morir antes que ser derrotados y caer en la esclavitud del invasor romano.

No todas las reuniones brujeriles eran iguales. Los esbat, de importancia menor y más habituales, podían celebrarse en encrucijadas de caminos, bosques, ruinas o incluso en casas. Los sabbat, sin embargo, se reservaban para días especiales como la noche de difuntos o la de San Juan, desarrollándose en lugares cargados de energía y misterio.

Cuando iban a morir, las brujas pasaban sus poderes estrechando las manos de alguna nieta o sobrina. La güixa aprendiz debía someterse entonces a una ceremonia iniciática que, en algunos lugares, consistía en arrancarle los ojos a un gato vivo y, en otros, la novicia tenía que clavarle 7 alfileres o agujas grandes a un gato negro que, con la séptima, debería morir. Me imagino el final del pobre gato pero, sobre todo, me imagino el estado en que quedaría la futura bruja, después de soportar los desesperados mordiscos y arañazos del animalito. ¡Como para renunciar al cargo!

El tiempo de las brujas ha pasado ya pero, aún hoy, en muchas casas del Pirineo se siguen encontrando símbolos espanta brujas, tales como la flor de un cardo llamado eguski lore o flor del sol, que se cuelga en la puerta de entrada, o chimeneas preparadas para impedir que la güixa se cuele en casa sin llamar.

FOTO: Espanta brujas -flor del sol- sobre un viejo portón.