domingo, 29 de marzo de 2009

Pirineo fantástico: Güixas

Dicen que las brujas del Pirineo, güixas en la fabla aragonesa, son las auténticas, las genuinas, las brujas más brujas del mundo de la brujería. Dicen que fueron ellas las primeras en entregarse al diablo en figura de macho cabrío y en convertirse en gatos negros. Pioneras de los vuelos a escoba, precursoras de los vuelos sin motor y adelantadas de los actuales vuelos de bajo costo. Las primeras también en dar con sus pobres huesos y enjutas carnes en las hogueras encendidas por las inquisiciones de turno.

A la hora mágica de la medianoche se reunían en aquelarres, vocablo de origen vasco con el que se designan los lugares donde celebraban sus rituales, en cuevas o a campo abierto. En estas celebraciones, las cohortes de brujas, lamias, magas, hechiceras y esperpentos veneraban al diablo, aparecido a veces como un macho cabrío y otras con forma humana con partes de animal, patas de cabra, cuernos o pezuñas. Tras horas de cánticos y ofrendas orgiásticas se abría un portal infernal para veneración, culto y salmodia a Satanás y para obtener poderes sobrenaturales.

Uno de los aquelarres más conocidos del Pirineo de Huesca es el que se celebraba en la gruta de la güixas, cerca de mi casa de Jaca, bajo el impresionante macizo de Collarada, donde las formaciones pétreas se manifiestan en todas sus variantes. Según se avanza hacia el interior, la cueva va ganando altura, sonidos, formas y murciélagos hasta llegar a una gran sala de 16 metros de altura que cuenta con un agujero por el que pueden verse la luna y las estrellas, elementos imprescindibles y en condiciones perfectas para invocar al demonio. Además, se abre al lado de un dolmen, dato importante puesto que, de alguna manera, se relacionan así los ritos atribuidos a las brujas con la antigua religión de los pueblos megalíticos, es decir, el mundo de los vivos y el culto a los muertos.

Las güixas se reunían también en corros de brujas, en lugares al aire libre, abrigados y de difícil acceso. La arquitectura de estos corros responde siempre a un mismo patrón que se supone mágico. Sobre la circunferencia exterior de un círculo de 7 metros de diámetro crecen, equidistantes, 7 árboles tejos y, debajo de ellos, mirando hacia el centro del círculo, se sitúan 7 grandes piedras, como sitiales para cada una de las 7 brujas del corro.

El tejo, poderoso y longevo, es el árbol mitológico por excelencia de druidas y chamanes, que puede llegar a vivir todo un milenio. Se le relaciona con la vida por su extremada longevidad y con la muerte por su elevada toxicidad. Su savia de color rojo oscuro, como la sangre, contiene un veneno que podría matar a un caballo en menos de cinco minutos. Con él se suicidaban los guerreros celtas y astures que preferían morir antes que ser derrotados y caer en la esclavitud del invasor romano.

No todas las reuniones brujeriles eran iguales. Los esbat, de importancia menor y más habituales, podían celebrarse en encrucijadas de caminos, bosques, ruinas o incluso en casas. Los sabbat, sin embargo, se reservaban para días especiales como la noche de difuntos o la de San Juan, desarrollándose en lugares cargados de energía y misterio.

Cuando iban a morir, las brujas pasaban sus poderes estrechando las manos de alguna nieta o sobrina. La güixa aprendiz debía someterse entonces a una ceremonia iniciática que, en algunos lugares, consistía en arrancarle los ojos a un gato vivo y, en otros, la novicia tenía que clavarle 7 alfileres o agujas grandes a un gato negro que, con la séptima, debería morir. Me imagino el final del pobre gato pero, sobre todo, me imagino el estado en que quedaría la futura bruja, después de soportar los desesperados mordiscos y arañazos del animalito. ¡Como para renunciar al cargo!

El tiempo de las brujas ha pasado ya pero, aún hoy, en muchas casas del Pirineo se siguen encontrando símbolos espanta brujas, tales como la flor de un cardo llamado eguski lore o flor del sol, que se cuelga en la puerta de entrada, o chimeneas preparadas para impedir que la güixa se cuele en casa sin llamar.

FOTO: Espanta brujas -flor del sol- sobre un viejo portón.

domingo, 22 de marzo de 2009

Tribus urbanas: Calientapijas

En este escrutinio bloguero de las tribus urbanas desde mi particular punto de vista, que nadie se dé por aludido. Cualquier parecido con hechos o personas reales es absolutamente cierto.

Los hombres las conocemos bien. Están ahí, a nuestro alrededor, probablemente desde el comienzo de los tiempos, desde que se inventó la rueda. Proliferan en discotecas, bares, reuniones, seminarios, restaurantes, cataratas de Iguazú, oficinas, ministerios, colectivos, aeropuertos, buque-bus... Ni siquiera casamientos, bautizos, comuniones y cumpleaños se libran de la plaga. Su conducta resulta particularmente frustrante para la víctima.

Pero comencemos por el principio. Las susodichas calientapijas -perdonen la expresión- son esas hembras que juegan a engatusar al macho humano, haciéndole albergar expectativas de delicioso disfrute de placeres carnales y paradisiacos, llevándole luego a una profunda desesperación al ver que, finalmente, no se produce el esperado refocilamiento y la consiguiente liberación de tensiones y fluidos. Cuando lo tienen más caliente que los fogones del infierno, le dan la espalda y le dejan yerto, deprimido y malogrado, con un temible dolor de huevos, una mala leche legendaria y con la pija más tiesa que el palo de la bandera.

Disfrutan agachándose frente a ti con movimientos precisos y estudiados para que, inevitablemente, tus ojos apunten con obstinación a ese objeto de deseo que llamamos vulgarmente culo, o a ese par de rotundas tetas que exhiben con generosidad, trivialmente sustentadas por un mínimo corpiño que apenas acierta a cubrir la morena aureola de sus pezones.

Tienen la rara habilidad de poder enseñarte el ombligo sin quitarse la remera, facilidad de palabra altamente soportable en estados de semi-embriaguez masculina, y abuso desmesurado y continuo del capital económico del atormentado varón. La labor de la calientapijas se considera más perfeccionada cuanto más lejos lleva a su víctima en la persecución del engaño, cuanto más se prolonga la expectativa de disfrute de todo tipo de placeres lascivos y libidinosos.

Ahora, con las nuevas tecnologías, algunas se dedican a grabar vídeos calientapijas, vestidas de calientapijas y meneando las caderas como si bailaran el hula-hoop. Luego los suben a youtube con la finalidad de que medio mundo se masturbe a su salud, cavilando sobre cómo se la cogerían.

Se las considera una división, variante o subvariante alternativa de las putas de mierda, hijas de puta o hijas de la gran puta. Algunos las catalogan en la gama blanca de los electrodomésticos, como mujeres micro-ondas, visto que calientan pero no cocinan.

Lo cierto es que, más temprano que tarde, acabarán enamorándose de algún tipejo gilipollas e inútil, cretino e insustancial, haragán y zascandil, sandio o carruaje que las humillará, ninguneará, corneará y puteará como una forma de restablecer el equilibrio entre sexos. Ellas, de paso, recibirán así el merecido castigo por su enemiga malquerencia, desafecto y crueldad.

Por todo el daño que nos infligieron en nuestro amor propio.


FOTO: Calientapijas en acción.

domingo, 8 de marzo de 2009

Códigos de conducta

Durante mis ya lejanas vacaciones de Navidad en Zaragoza, asistí a una conferencia en la facultad de filosofía y letras atraído por su título, que me llamó poderosamente la atención: la invención de la moral. Sentí como que el enunciado venía a cuestionar algo tan absoluto y tan obvio como la noción de lo que está bien o de lo que está mal en lo que respecta a nuestra conducta humana, puesto que sólo el ser humano es sujeto de actos morales o inmorales.

Según el conferenciante, filósofo e historiador, la moral, así como la entendemos actualmente, es un concepto inventado a partir de la época de Mandeville (1300-1372) y de Maquiavelo (1469-1527), en contraposición a las fórmulas moralmente discutibles prescritas por estos autores. Véase, si no, el término maquiavélico, con su contenido de características como la perfidia, la falta de escrúpulos, la astucia y la doblez que, aún sin proponérselo, definen cabalmente y me traen a la memoria a cierta persona de mi entorno reciente.

Parece ser que, desde un punto de vista histórico, la noción de moral no ha existido siempre o, al menos, no ha sido siempre la misma. La definición de moral, del latín moralis, o de ética, del griego ethikos, hacen referencia en origen al consenso de un grupo social para actuar de una manera determinada, pero no de otras. Según esta perspectiva, la moral nos aporta una serie de reglas objetivas que nosotros asumimos y utilizamos en nuestra conducta social.

Venía yo de Cordillera manejando despacio en esta oscura y lluviosa mañana de domingo, detrás de una chatarra de las que cubren la línea del colectivo a la capital, pensando en todo esto, razonando lo razonable y preguntándome si realmente necesitamos un código de conducta. No hay nada moderadamente diáfano. Débiles, cobardes, estúpidos e hipócritas saludan con reverencia cualquier código de ética o principios morales por más que dudosos sean, dado que les proporcionan la oportunidad de poder esconderse tras ellos. Es más sencillo acatar una orden que tomar una decisión. Como no todo el mundo está capacitado para el vértigo de la justicia y su monodia la equidad, es más fácil hacerse con una lista ad hoc de bondades y maldades y llevarla siempre en el bolsillo.

Luego te apoltronas en la platea del teatro de la vida y aplaudes cuando se encienda el cartelito rojo de "aplausos" o rechiflas a los actores cuando creas que su interpretación no está en armonía con los particulares conceptos de tu lista. Porque ya sabemos que los histriones, coristas, payasos y comediantes de esta magna obra que es la existencia humana son unos pervertidos y están todos
mal de la cabeza.

Después, un vaso de leche y a la cama. Tan felizmente.

domingo, 1 de marzo de 2009

Darwin y el anís del mono

Se me descontroló el cuchillo pelando una piña y el maldito me rebanó limpiamente el dedo pulgar de la mano izquierda, con un saldo de siete puntos de sutura en el San Roque y una factura de casi medio palo. Así terminé febrero, sin poder dedicar unas líneas a Charles Darwin en el mes de su bicentenario. Lo hago ahora, con la mano vendada y dolorida, junto a un chupito de anís del mono, tan ligado al científico, para que me ayude a superar el trauma.

Como naturalista, Darwin participó en la expedición del capitán Fitzroy que, a bordo del Beagle, visitó América del Sur y las islas del Pacífico. Durante este viaje de 5 años, iniciado en 1831, desarrolló un enorme número de observaciones que le permitieron escribir y publicar El origen de las especies, su obra maestra, base de una teoría explicativa del mecanismo de la evolución de los seres vivos llamada darwinismo.

Por aquellos años, Malthus afirmaba que, de no controlarse, la población humana crecería en progresión geométrica y pronto excedería la capacidad planetaria de producción de alimentos, desencadenando lo que pudiera llamarse la guerra de las especies. Por su lado, Darwin estableció que, de cada especie, nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir y, en consecuencia, se desata una lucha en la que el triunfo está reservado a los capaces de evolucionar de algún modo provechoso para ellos, ante las complejas, variables y a veces extremas condiciones de la vida.

La polémica social y religiosa fue terrible. Mientras fundamentalistas y creacionistas rechazaban de plano estos principios, quiero recordar el singular homenaje que, en la atrasada España de la época, rindió un fabricante catalán de anís a este genio de la ciencia moderna. En realidad, nadie está seguro de si se trató realmente de un homenaje o de un intento de denigrar al científico y, probablemente, nunca se conocerán las auténticas razones que impulsaron a los hermanos Boch a colocar a Darwin, con cuerpo de simio, en las etiquetas de su ya más que centenario anís. Pero ahí está desde 1898.

Para los que no se hayan percatado del detalle, dejó al lado la fotografía del inglés para comparar con la imagen que aparece en la etiqueta del anís del mono, uno de los símbolos que más y mejor reflejó las costumbres e idiosincrasia españolas durante muchos años. El Darwin primate sostiene un papel en su mano derecha donde puede leerse "Es el mejor. La ciencia lo dijo y yo no miento", cuyo significado y pertinencia no acierto a comprender con claridad.

Sea como fuere, lo cierto es que el rostro de Darwin lleva más de cien años apareciendo en las botellas del anís del mono. Y ya me dirán qué homenaje se puede comparar a este, con más de un siglo de publicidad gratuita. Muchos, seguro, venderían su alma al diablo por menos de la mitad.

FOTO: El famoso icono sigue ganando batallas, sin ninguna alternativa al establecido logotipo.