sábado, 28 de noviembre de 2009

La corbata


Ayer, un amigo [1] me regaló una corbata. Nada extraordinario, dirán ustedes con toda la razón del mundo. Cada cumpleaños le aporta a uno, al menos, un par de corbatas, con esa exigua imaginación que tenemos la mayoría de las personas para estas cosas, aunque se agradece igual el detalle. A mí me gusta más que me regalen un libro, cualquier libro, que son, como suelo decir, fuente de sabiduría.

Pero ayer la corbata, con ser linda y fácil de combinar con algunas de mis camisas, no fue lo más importante. El verdadero regalo lo descubrí, como un tesoro, al abrir el sobre que la acompañaba y leer las sentidas palabras que mi amigo me dedicaba, a modo de despedida, unas pocas semanas antes de abandonar, yo, Asunción.

Él sabe que no me gustan las corbatas, que solo me las pongo cuando estoy acorralado por las circunstancias, cuando no me queda más remedio y no veo otra posibilidad de vestir medianamente presentable ante algún evento que lo requiere: “Un detalle –escribe– por si se te ocurre usarla, que alguna vez puede que se te ocurra”.

En este club de intereses e interesados en que hemos convertido lo social, lo sociable y la sociedad, no es habitual que le refuercen a uno su autoestima con frases como “la verdad es que te has hecho querer, qué buen tipo eres, joder, lo que sabes, qué envidia…”

Por supuesto que mi amigo no tiene nada que envidiarme. Soy yo ahora quien le envidia por ser capaz de expresarse, en estos tiempos de egoístas y mediocres, con tanta generosidad, con tanta esplendidez: “Quiero que sepas –dice– que me siento afortunado por conocerte…”.

Soy yo el afortunado. Soy yo ahora quien se ruboriza ante los elogios y se emociona con tanto aplauso. Hoy me siento dichoso y feliz de tener un amigo así, de haber conocido a una persona para la cual la amistad, el afecto, la lealtad y la nobleza de estilo representan todavía valores preciosos, por encima de cualquier otra consideración.

Gracias, querido amigo.

[1] Emilio Jambrina, Coronel Agregado Militar de la Embajada de España en Paraguay, donde nos conocimos. Falleció en marzo de 2020. DEP.
FOTO: Corbatas. Luis XIV de Francia diseñó para el regimiento real un pañuelo con la insignia de la corona, al que denominó "cravette". A este regimiento se le conoció como Royal Cravette.

domingo, 22 de noviembre de 2009

El baño

Tengo una amiga metida en esas cosas del teatro, del cine y de la interpretación. Ahora está ocupada en un cortometraje cuya trama no me ha desvelado, pero que le exige filmar horas y horas en el principal cementerio de la ciudad. La Recoleta creo que se llama, como el de Buenos Aires.

Hace un par de días me escribió quejándose de que, con tanto calor como estamos padeciendo, el maquillaje se le corre como un líquido pringoso, pastoso y resbaladizo. “Hasta las tetas” me dijo la descarada.

Pero su protesta, dado que lo del calor parece no tener remedio, la centró en la ausencia, en el mismo cementerio, de un baño donde recomponer el maquillaje desmoronado. No sé si es habitual que los cementerios dispongan de baño. Tal vez sea una buena idea para cuando las familias acuden a adecentar el nicho y colocarle unas flores al finado –que maldita la falta que le hacen– y los niños se ponen pesados con lo de “pipi mami” o el abuelito con lo de la próstata.

Seguramente, la mami elegirá un rinconcito lo más discreto posible donde bajarle las bermudas al nene o la bombachita a la nena o sugerirle al viejo dónde aliviarse sin llamar la atención. Problema resuelto, por más que algunos lo consideren una falta de respeto para con el personal allí definitivamente estacionado.

A mí me parece bien que no haya baño en los cementerios. Total, los muertos no lo van a usar y los vivos tienen la oportunidad de mearse encima de un marido promiscuo o de una mujer desleal o de un líder indígena corrupto o de un político de mierda o de aquel jefe que un día te tocó el culo o de aquel chongo que te dejó plantada o, recíprocamente, de la yiyi que te corneó.

La vida no ofrece con frecuencia ocasiones así.


FOTO: Los niños del "pipí mami" cumpliendo con las instrucciones recibidas de su progenitora.