lunes, 29 de diciembre de 2008

Adiós al año de la Tierra

Este calendario que termina, el octavo del segundo milenio, ha sido dedicado por la UNESCO a nuestra gran morada: la Tierra.

Ha girado tanto, desde hace tanto tiempo, que poco puede importarle a ella -la mansión de la vida- esta insignificante nominación que, dicho sea de paso, nadie, salvo la propia UNESCO y algún ministerio de cultura sensible, se ha ocupado de propagar en los medios, difundir en el sector académico, darlo a conocer entre los escolares, vulgarizar entre la población y hacerlo trascender en nuestra vida diaria.

Menos aún debe importarle a ella -nuestra gran morada- cualquiera de los modos de medir el tiempo que hayamos puesto en marcha sus únicos pasajeros capaces de hacerlo. Todas nuestras efemérides y almanaques apenas deben suponerle una leve caricia, casi imperceptible, para quien no acumula años, sino edades.

Ella, de celebrar la fecha de su nacimiento, lo haría cada millón de años, de modo que su próxima onomástica sucederá, por cierto, cuando ya nuestra especie se haya extinguido. Para entonces, seguramente, nuestros errores habrán dado paso a otra raza, esperemos que, por fin, respetuosa con este pequeño, frágil, insustituible, soberbio, fascinante, hermoso y amenazado planeta azul que, habitado por la nueva estirpe, seguirá cobijando excepcionales acontecimientos y bellos escenarios durante otros tantos millones de años.

Para acceder a este esperanzador futuro es requisito imprescindible que el inquilino sabio que este planeta tiene ahora como su principal huésped, el ser humano, asuma responsabilidades y tome consciencia de la necesidad de proteger la biodiversidad, respetar la naturaleza, preservar la fauna, cuidar de los pueblos indígenas, controlar la explotación de recursos, mantener limpio el aire que respiramos, potable el agua que bebemos…

Nuestra gran morada, la Tierra, tiene el cielo azul como tejado de leve transparencia, horizontes de irrepetible belleza como paredes de luminosa lucidez, los ríos como corredores que nos invitan a pasear y el agua, siempre el agua, como primera condición de su hospitalidad. Su ausencia nos aporta el silencio que se apodera de los vacíos desiertos como la raíz de todos los sonidos, de nuestra música y de nuestras palabras.


Al finalizar este, creo, malogrado Año de la Tierra, deberíamos detenernos unos instantes a reflexionar sobre estas realidades. Acaso empezando por la más acuciante: la incuestionable pequeñez y fragilidad de nuestro mundo.


FOTO: Cataratas de Iguazú. Al fondo, la Garganta del Diablo.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Esquiando en el Pirineo

El invierno está siendo especialmente duro en este Pirineo de mis amores, con un frío intenso, un frío del carajo, nieve en cotas inusualmente bajas... Pero venía de Asunción como con "mono", con angustiosa necesidad física y anímica de darme una esquiada por Astún o Candanchú. Conseguí convencer a mis hijos Jorge y Diego para que me acompañaran un par de días. Mi mujer y mi hijo Guillermo tenían otros planes. Las fotos de nieve son muy espectaculares siempre. Aquí os dejo unas pocas.

Este es Diego. La foto está tomada justo unos segundos antes de que estampara literalmente su metro ochenta y mucho contra la nieve. Se desequilibró un poco en el aire y no pudo recuperar la compostura. No pasó nada.

Y aquí tenemos a Jorge en una "misión imposible" de las suyas, como cuando se puso a trepar con dos piolets por la pared del glaciar Perito Moreno, en la Patagonia, que nos dejó a todos sin respiración. Su experiencia en los Anapurnas parece un aval para sus locuras.

Este soy yo, saliendo de la línea de cumbre para iniciar un descenso que me propuse tranquilo y reposado, cosa rara en mi, disfrutando de ese impecable cielo azul con el que de vez en cuando nos obsequia nuestra amiga la montaña.

Aquí sigo yo, sacándole todo el partido que puedo a una magnífica nieve en polvo sobre la que se pueden hacer cosas como esta sin esforzarse mucho. A veces la meteorología permite usar bañador, pero esta vez el tiempo no estaba para despelotes.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Navidad

No me gusta la Navidad de las lucetitas, de los arbolitos de colores, de papás noeles barrigudos, disfrazados con grotescos trajes rojos, enormes barbas blancas y pelucas postizas. No me gusta la Navidad del consumo sin sentido, de la alegría forzada en una noche concreta en la que el champán o la sidra o la modesta caña te hacen poner una estúpida, risueña y complacida cara de sorpresa al recibir un regalo de alguien que se ha sentido medio obligado a hacerlo y a quien, más que probable, le has sugerido sutilmente lo que te debería regalar.

En cambio, me emociono profundamente cada año cuando escucho y a veces pongo mi voz a la canción de José Luis Perales que habla de una Navidad de esperanza, de compartir, de ternura, de perdón, de futuro y de paz: mientras haya en la tierra un niño feliz, mientras haya una hoguera para compartir, mientras haya unas manos que trabajen en paz, mientras haya unos labios que hablen de amor y unas manos cuidando una flor, mientras haya un vencido dispuesto a olvidar, mientras haya ternura, habrá Navidad.

Me atrevería a añadir: mientras podamos contar con amigos verdaderos que lloran contigo cuando el dolor te parte el corazón, amigos sensibles que sienten tus alegrías, penas, triunfos y fracasos como si fueran propios, mientras nos colme de felicidad la felicidad del otro, mientras sintamos un nudo en nuestro estómago porque no hemos sido capaces de aplacar el hambre que roe con insistencia el estómago de los que la padecen o nos duela el alma por los niños de los semáforos o por los que esnifan pegamento o por las niñas violadas por unos hijos de puta sin escrúpulos, mientras muchas personas buenas y anónimas se esfuercen cada día por hacer un mundo mejor, más habitable y más solidario... habrá Navidad.

Por eso me mantengo en la esperanza de que la próxima Navidad sea, tal vez, la Navidad que espero.


viernes, 5 de diciembre de 2008

Johnny Guitar


Desde hace unos meses he incorporado a mi dieta diaria una caminata matinal por el parque del ex­-Seminario, territorio comanche allá sobre las seis y media de la mañana, después de desayunar con los ojos medio sin abrir y sin acordarme, como cada día, de tomar el ginseng rojo, que dice mi compa que es definitivo para incrementar la potencia sexual.

Decía que, mientras caminaba por la sombra con mi walkman, iba escuchando Johnny Guitar, aquella inolvidable y emblemática canción interpretada por Peggy Lee, legendaria, mítica y divina cantante norteamericana de jazz y música popular de los años 50, nacida en Dakota del Norte, nominada a un Oscar por su papel en Pete Kelly's Blues, película que creo yo que poca gente ha visto y que casi nadie recuerda y que ni puta ni falta que les hace.

Aquí mismo dejo la canción en la voz de esa mujer, gracias al invento este que me he inventado -¿vos sos ingeniero?, me preguntaba una persona muy querida- y que me ha costado un huevo montar y que espero funcione como dios manda. Conecten los parlantes y los que sepan inglés, que disfruten también de la letra porque es una pequeña y triste maravilla.

El caso es que, con el aire fresco de la mañana me ha venido a la memoria la película, tan distinta de aquel realismo a lo John Ford que dominaba el wester clásico de la época, con la excelente interpretación de Joan Crawford y el inmortal diálogo entre Johnny y Vienna, tal como así:

Johnny: ¿A cuántos hombres has olvidado?
Vienna: A tantos como mujeres tú recuerdas.
Johnny: ¡No te vayas!
Vienna: No me he movido.
Johnny: Dime algo agradable.
Vienna: Claro. ¿Qué quieres que te diga?
Johnny: Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.
Vienna: Te he esperado todos estos años.
Johnny: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto.
Vienna: Habría muerto si tú no hubieses vuelto.
Johnny: Dime que aún me quieres como yo te quiero.
Vienna: Aún te quiero como tú me quieres.
Johnny: Gracias. Muchas gracias.

Esta plática tan pasional y apasionada tuvo tal repercusión en el mundo del cine que varios cineastas la reprodujeron en sus propias obras, como Jean-Luc Godard en El soldadito, André Techiné en Barocco o Pedro Almodóvar en Mujeres al borde de un ataque de nervios.

Termino, que me está reclamando para irnos a cenar por ahí. Igual me pido una pizza. Por solidaridad.