miércoles, 29 de julio de 2009

Eternidad

Disculpen que no me levante a saludarles: es que estoy muerto. Como lo oyen. Pero no tengan miedo, no hay nada que temer de lo que no pertenece a este mundo. Acérquense, si les parece, para que me puedan oír mejor. Estoy tan bien acá que no quiero ni que Dios me resucite. No, gracias.

Ustedes no tienen ni idea de lo que es esto. Esta paz, esta armonía, solo podemos sentirla a este otro lado del reloj, esperando que se termine esta eternidad -si se termina- sin prisas, en medio de esta calma, de este asombro, de esta silenciosa detención del tiempo, de esta nada.

Hay quien dice que la muerte es una barbaridad, una atrocidad, sobre todo cuando es inesperada, como si uno no se pasara la vida esperándola. Algunos pretenden mirar para otro lado, como que no va con ellos, sin echar una ojeada al frente, al destino, al futuro. Se equivocan. La muerte no es más que una raya que se traza al final de la vida, una manera distinta de perder de vista el horizonte o, simplemente, una forma de dormir sin sueño. Cuando te llega la hora o te la hacen llegar, te despojas de todo lo humano y ya está, ya no te levantas más.

Morirse es como cruzar el misterioso umbral de lo desconocido y entrar en la zona más oscura del universo. Tienen razón quienes aseguran que se llega aquí a través de un largo túnel, pero no existe ese final luminoso que dicen. Aquí no hay luz. Por no haber, no hay ni una mísera bombilla. Es como la quiebra del día, en medio de una noche de soledad infinita, de vértigo y silencio.

La muerte es el vacío, lo negro, lo desnudo, una sombra vaga en un cristal oscuro que te atrapa entre sus suaves alas -necesarias para tan largo viaje- y te da un abrazo que dura toda la eternidad. La muerte es como un naufragio en el que se tira la vida por la borda y se fondea el barco en lo más profundo del océano.

¿Saben lo que más coraje me da? Verlos a ustedes vivos. A ustedes, sí, que son los que me han matado, los que me han asesinado por omisión de sus compromisos con la humanidad.

Yo soy el muerto aquel, latinoamericano, que los generales arrojaron vivo al mar, desde un avión, sin ninguna compasión. Un desaparecido más de los tantos que hubo en la larga lista de las caravanas de la muerte o en las cárceles de tanto sátrapa hijo de mala madre.

Soy el muerto aquel, afgano o de cualquier otra nacionalidad tercermundista, que no pudo llegar a adolescente porque se murió de asco, de hambre y miseria, en cualquier punto remoto del planeta, dejado de la mano de Dios, mientras ustedes se hartaban de asado y cabernet, de caviar y langosta, de putas y sexo.

El mismo al que un gobernador loco ató a la silla eléctrica para preservar el orden y la ley, el bienestar y la conciencia de sus ciudadanos.

El muerto aquel que los terroristas se llevaron por delante con sus bombas, en defensa de sus reivindicaciones políticas -de derecha o de izquierda, qué más da- o de la libertad -la suya, claro- o en nombre de un dios cruel, homicida y despiadado.

Sepan que me da coraje saber que podrían ustedes morirse tranquilamente en su cama, esperando la bendición apostólica de su santidad o que les cubran con el sagrado manto de una virgen cualquiera, de las tantas que pueblan nuestra arqueología religiosa.

En cuanto vea a Dios, un día de estos, le voy a pedir con toda mi alma que, cuando a ustedes, los políticos, los generales, los terroristas, los fanáticos, los sinvergüenzas y los hijos de puta, les llegue la hora, se los lleve derechitos al cielo, de una vez y para siempre.

No vaya a ser que caigan ustedes por aquí a joderme otra vez eternamente.



FOTO: Lluvia de perseidas en el cielo de verano del hemisferio Norte.

sábado, 11 de julio de 2009

La leyenda de Damián

Dedicado a mi querido amigo Raimundo Espiau, Rai,
con quien he pasado ratos muy agradables
conversando sobre nuestro Pirineo.

Cuentan los viejos montañeses que el fondo de los ibones, los pequeños lagos de montaña que salpican una gran parte de las cimas y valles altos de los Pirineos, está habitado por unos seres femeninos de origen mitológico, las hadas o fadas d’os ibons, como se dice en la antigua fabla aragonesa.

Hace ya muchos años, en Canfranc, un hermoso pueblecito cercano a la frontera con Francia, vivía Damián, más conocido como el cucharero, por su habilidad para fabricar con su navaja, utensilios en madera de boj o bucho. Era hombre de montaña, un poco hosco, escaso en palabras y hábil en recursos, obligado a sobrevivir al duro clima de las cumbres y a las difíciles pruebas que le imponía su poco amigable hábitat. Formaba parte del grupo de pastores trashumantes de la comarca. Cuidaban del ganado en los pastos altos y descendían a las tierras llanas -donde la nieve desaparecía antes- en cuanto asomaban los primeros fríos.

Ese año, Damián había sido padre de un niño. Cuando marchó al llano el invierno anterior, su mujer, con una sonrisa pícara, le había prometido que, al regreso, encontraría “nuevo ganado”. Nunca imaginó que se refería al ereu, el heredero de su humilde casa. Al volver, se encontró con una hermosa criatura a la que pusieron de nombre Fabián, como su abuelo.

Los meses pasaron rápido y, cuando quiso darse cuenta, el invierno volvió a ocupar su lugar. Esta vez decidió quedarse junto a su hijo y anunció que no bajaría al llano con el ganado. Sus compañeros pastores le llamaron loco. El mairal, el más veterano en la profesión, le amenazó con echarle del grupo, pero todo fue inútil. Damián quería pasar la Navidad con su esposa y su retoño, y vivir en su hogar; no en el monte.

Había invertido muchas horas tallando docenas de cucharas, cazos y cucharones que pretendía vender recorriendo los pueblos aledaños, y ganar así el dinero necesario para sobrevivir a la estación invernal. Pero llegó el 24 de diciembre y Damián había vendido muy poco, de modo que decidió pasar a Francia y probar suerte allí. Para mantener la cabeza alta, debería volver al pueblo con dinero suficiente antes del anochecer.

Partió aquella fría mañana de la Niubuena sin atender los ruegos de su mujer y su suegra. No creía en historias de biellas. Había escuchado muchas veces que, en los ibones del puerto, habitaban seres malignos que acababan con los caminantes que se atrevían a pasar por allí en aquellos días mágicos del solsticio de invierno. Sabía que el verdadero peligro, cuando se anda por las cimas, consiste en no reconocer a tiempo las crepas o grietas en el hielo, bajo la nieve, como le pasó a su hermano.

En el país vecino le fue bien. Logró vender una buena parte de su mercancía, pero esperaba algo más y apuró el tiempo todo lo que pudo, hasta que comenzó a anochecer. Conocía bien el camino y confiaba en las estrellas, como lo había hecho en tantas otras noches de pastoreo.

Sin embargo, esa noche, la cima del puerto le sobrecogió. La nieve amortiguaba el sonido de sus pasos, el viento estaba en calma y el silencio era absoluto hasta que, de pronto, escuchó la voz. Miró hacia la superficie brillante y negra del ibón. Allí no había nadie y, sin embargo, los sonidos venían del lago. A la primera voz se unieron otras, todas de mujer. El coro entonaba una melodía extraña y bellísima a la que se iban uniendo nuevas notas, acordes imposibles y misteriosas resonancias. En seguida, su nombre formó parte de aquella suave armonía, de aquellas sibilinas y engañosas voces que le llamaban:

-Damián, Damián, ven, ven… -resonó en la cumbre del puerto.

Le temblaba todo el cuerpo. Dejó resbalar el morral y comenzó a caminar hacia el ibón, atraído por una fuerza irresistible y fascinante. El hechizo de las fadas volvía a elevarse por encima de las aguas heladas, de la nieve y de las cumbres, y su poder, venido de otros mundos y otros tiempos, arrancaba de la vida al pobre Damián.

La profundidad del ibón fue su tumba.

Pasados los años, todas las Nochebuenas, un joven montañés llamado Fabián, sube al puerto y arroja una rama de boj, de bucho, a las cristalinas aguas del ibón.


FOTO: Ibón de Arriel, en el Valle de Tena, Pirineo Aragonés.

sábado, 4 de julio de 2009

Carmen Calvo dixit

Groucho Marx definió la política como ¨El arte de buscar problemas, encontrarlos, formular un diagnóstico falso y aplicar remedios equivocados¨. Sin discrepar un ápice de tan esclarecedor enunciado, puntualizo por mi cuenta que lo execrable de la política es que crea políticos que suelen alcanzar determinadas cotas de poder y que el poder político, valga la redundancia, engendra una especie de síndrome del prepotente que aleja de la realidad a quienes lo padecen. Adicionalmente, los rodea de un halo de estúpida arrogancia y los vuelve impermeables a la crítica y refractarios a la sensatez.

En esta línea de deficiencias neuronales, Carmen Calvo fue titular, en España, del Ministerio de Cultura, y ahora es vocal de las comisiones de Defensa e Igualdad y de Políticas Integrales de la Discapacidad. Las celebérrimas estupideces de esta mujer, surgidas de las más oscuras madrigueras de la ignorancia, no tienen nada que envidiar a las que atribuíamos a algunos personajes paraguayos hace unas pocas semanas. Estas son algunas.

Pontificando -nunca mejor dicho- sobre los vocablos o giros de origen inglés que se han ido incorporando a nuestra lengua, afirma, sin sonrojarse, que el ¨Español está lleno de anglicanismos¨. Seguramente, quiso decir anglicismos, pero confundió Gran Bretaña con el Vaticano. No es de extrañar: ¨Yo he sido cocinera antes que fraila¨, confiesa. Lástima que no lo siga siendo.

Prosigue dándole caña al idioma y establece, con absoluto desparpajo, que ¨Un concierto de rock en español hace más por el castellano que el Instituto Cervantes¨. Visto así, no sé qué hacemos gastándonos plata en tan inútil organismo. Lo aclara ella misma: ¨Estamos manejando dinero público y el dinero público no es de nadie¨. Menos mal, ya me quedo más tranquilo aunque, pensándolo bien, se trata de la misma filosofía de Vera, Roldán, Barrionuevo, Sancristóbal, Amedo y otros colegas del progresismo sociata, que acabaron en la cárcel por manilargos, o sea, por meter la mano en saco ajeno.

Obsesionada por la concertación del género -gramatical, claro- que les ha entrado a estas analfabetas, dice la Calvo que ¨Las señoras tienen que ser caballeras, quijotas y manchegas¨. En este punto discrepo totalmente con la ex­-ministra porque a mí, después de tantos años, me siguen gustando como me han gustado siempre, es decir, lindas, femeninas y cultas. Y si, como de paso, están bien buenas, pues mejor.

No aprobó la geografía del bachillerato. Asegura que ¨La romería del Rocío es la explosión de la primavera en el Mediterráneo¨. Hermosa frase… si no fuera porque el Rocío está en Huelva y Huelva está en el Atlántico. A nivel planetario, las cosas no mejoran: ¨Deseo que la Unesco legisle para todos los planetas¨. Los extraterrestres se van a mear de risa. Primero para el planeta de los simios, sugiero, primos hermanos al fin.

En Pamplona, en los Sanfermines, hablando con el alcalde, dejó caer otra perla: ¨Si quieres que te sea sincera, pensaba que solo se vestían así los cuatro que salen en la tele, corriendo el encierro. Mi hija de 4 años creía lo mismo¨. Podría ser ministra la niña. Están a la misma altura.

Hablando de la piratería, dedica un recuerdo a las palabras de Leonardo da Vinci cuando, según ella, sentenció que ¨Lo que mueve el mundo no son las máquinas, sino las ideas y, por lo tanto, defenderlas del plagio es una batalla necesaria para la sociedad¨. Mariscal de la derrota el tal Leonardo, porque la frase es de Víctor Hugo.

Un diputado, tras leer una cita de la ministra, añadió: ¨Carmen Calvo dixit”, a lo que ella, airada, replicó: ¨Ni dixie ni pixie, señor diputado, más respeto, que estamos en una sesión del Congreso¨.

Para terminar, creo que esta es la joya de la corona: ¨Me gusta madrugar para poder pasar más rato en el baño. Allí leo el diario, oigo la radio, pongo música y hablo por teléfono con los alcaldes en bragas¨. No deja claro si la que habla en bragas -bombacha- es ella o los alcaldes -intendentes- , pero me parece una conducta reprobable que requeriría algún tipo de explicación neurosiquiátrica.



FOTO - Dixie y Pixie, popular pareja de ratones en los dibujos animados de la televisión de 1958 a 1962, creados por Hanna-Barbera que, junto con el gato Jinks, hicieron las delicias de los niños de aquella época.