sábado, 11 de julio de 2009

La leyenda de Damián

Dedicado a mi querido amigo Raimundo Espiau, Rai,
con quien he pasado ratos muy agradables
conversando sobre nuestro Pirineo.

Cuentan los viejos montañeses que el fondo de los ibones, los pequeños lagos de montaña que salpican una gran parte de las cimas y valles altos de los Pirineos, está habitado por unos seres femeninos de origen mitológico, las hadas o fadas d’os ibons, como se dice en la antigua fabla aragonesa.

Hace ya muchos años, en Canfranc, un hermoso pueblecito cercano a la frontera con Francia, vivía Damián, más conocido como el cucharero, por su habilidad para fabricar con su navaja, utensilios en madera de boj o bucho. Era hombre de montaña, un poco hosco, escaso en palabras y hábil en recursos, obligado a sobrevivir al duro clima de las cumbres y a las difíciles pruebas que le imponía su poco amigable hábitat. Formaba parte del grupo de pastores trashumantes de la comarca. Cuidaban del ganado en los pastos altos y descendían a las tierras llanas -donde la nieve desaparecía antes- en cuanto asomaban los primeros fríos.

Ese año, Damián había sido padre de un niño. Cuando marchó al llano el invierno anterior, su mujer, con una sonrisa pícara, le había prometido que, al regreso, encontraría “nuevo ganado”. Nunca imaginó que se refería al ereu, el heredero de su humilde casa. Al volver, se encontró con una hermosa criatura a la que pusieron de nombre Fabián, como su abuelo.

Los meses pasaron rápido y, cuando quiso darse cuenta, el invierno volvió a ocupar su lugar. Esta vez decidió quedarse junto a su hijo y anunció que no bajaría al llano con el ganado. Sus compañeros pastores le llamaron loco. El mairal, el más veterano en la profesión, le amenazó con echarle del grupo, pero todo fue inútil. Damián quería pasar la Navidad con su esposa y su retoño, y vivir en su hogar; no en el monte.

Había invertido muchas horas tallando docenas de cucharas, cazos y cucharones que pretendía vender recorriendo los pueblos aledaños, y ganar así el dinero necesario para sobrevivir a la estación invernal. Pero llegó el 24 de diciembre y Damián había vendido muy poco, de modo que decidió pasar a Francia y probar suerte allí. Para mantener la cabeza alta, debería volver al pueblo con dinero suficiente antes del anochecer.

Partió aquella fría mañana de la Niubuena sin atender los ruegos de su mujer y su suegra. No creía en historias de biellas. Había escuchado muchas veces que, en los ibones del puerto, habitaban seres malignos que acababan con los caminantes que se atrevían a pasar por allí en aquellos días mágicos del solsticio de invierno. Sabía que el verdadero peligro, cuando se anda por las cimas, consiste en no reconocer a tiempo las crepas o grietas en el hielo, bajo la nieve, como le pasó a su hermano.

En el país vecino le fue bien. Logró vender una buena parte de su mercancía, pero esperaba algo más y apuró el tiempo todo lo que pudo, hasta que comenzó a anochecer. Conocía bien el camino y confiaba en las estrellas, como lo había hecho en tantas otras noches de pastoreo.

Sin embargo, esa noche, la cima del puerto le sobrecogió. La nieve amortiguaba el sonido de sus pasos, el viento estaba en calma y el silencio era absoluto hasta que, de pronto, escuchó la voz. Miró hacia la superficie brillante y negra del ibón. Allí no había nadie y, sin embargo, los sonidos venían del lago. A la primera voz se unieron otras, todas de mujer. El coro entonaba una melodía extraña y bellísima a la que se iban uniendo nuevas notas, acordes imposibles y misteriosas resonancias. En seguida, su nombre formó parte de aquella suave armonía, de aquellas sibilinas y engañosas voces que le llamaban:

-Damián, Damián, ven, ven… -resonó en la cumbre del puerto.

Le temblaba todo el cuerpo. Dejó resbalar el morral y comenzó a caminar hacia el ibón, atraído por una fuerza irresistible y fascinante. El hechizo de las fadas volvía a elevarse por encima de las aguas heladas, de la nieve y de las cumbres, y su poder, venido de otros mundos y otros tiempos, arrancaba de la vida al pobre Damián.

La profundidad del ibón fue su tumba.

Pasados los años, todas las Nochebuenas, un joven montañés llamado Fabián, sube al puerto y arroja una rama de boj, de bucho, a las cristalinas aguas del ibón.


FOTO: Ibón de Arriel, en el Valle de Tena, Pirineo Aragonés.

6 comentarios:

LG dijo...

¿De dónde te arrancás tanta imaginación? ¿O son recreaciones mentales propias de cuentos que habías escuchado antes? Es una maravilla tu capacidad descriptiva y tu narrativa. Te envidio.

Rai dijo...

Me gustó. La foto es muy bonita, y te agradezco la dedicatoria. Este año iremos en invierno por el Pirineo y te prometo tener cuidado con los ibones. Un saludo.
Rai

Olga Dios dijo...

Te pasaste Gutiérrez, este te salio precioso¡

José Pedro dijo...

Una leyenda perfectamente desarrollada y tan bien escrita como siempre, como es habitual en tí. ¡Enhorabuena! Da gusto leerte.

Paola Neubert dijo...

Estoy de acuerdo con Olga: TE PASASTE, GUTIERREZ!!! Muy lindo, en serio, aunque no hubiese hecho tanta falta matarle al pobre Damián, lo podrías haber dejado cojo nomás o algo (!!!)
PD: Mensaje para LG: La respuesta a tu pregunta es una sola, jajaja: Piscis!!

Lau G. dijo...

Neubert: ni idea tenés.