jueves, 30 de abril de 2009

La leyenda de Pirene

Ninguna de las montañas que arrugan la superficie de la tierra podría comparar su hermosura con la grandiosa belleza de los Pirineos, la cordillera que cose nuestra vieja piel de toro, España, al continente europeo.

En invierno, el tapiz blanco de la nieve afina el abrupto paisaje pirenaico, transformando picos y cumbres en suaves formas de impoluto algodón. En primavera, la naturaleza estalla de alegría y viste a las montañas con colores y tonalidades imposibles, superando con creces nuestra imaginación. En verano, cimas, crestas y picos se disuelven en el azul del firmamento en un intento inútil por alzarse hasta el cielo. En otoño, los bosques se tiñen de oro viejo, primitivo y valioso, como las leyendas del Pirineo.

Esta que voy a contaros es, para mí, la madre de todas ellas. La inventaron los griegos hace muchísimos siglos, cuando se enmarañaba la creación del mundo con la lucha de dioses disputándose la posesión de la tierra.

Dos de ellos eran extremadamente fuertes: Atlante, cuya misión era sostener sobre sus espaldas la cúpula celeste y Hércules, hijo de Zeus, valeroso como nadie, al tiempo que violento y cruel como ninguno. Atlante, de carácter afable y pacífico, vivía feliz en su reino de Atlántida. Hércules, apátrida, recorría el mundo sembrando el dolor y el caos por doquier. Ambos eran enemigos irreconciliables.

Hércules había engañado a Atlante con sus malas artes cuando fue a robar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides, ninfas que cuidaban de un maravilloso vergel ubicado al norte del país marroquí. Allá conoció a la más bella diosa de las Pléyades, Pirene, hija de Atlante. La pretendió como esposa, y la hubiera conseguido porque nada parecía imposible para él, pero Pirene adoraba a su padre y se juró a sí misma que nunca consentiría el amor de aquel energúmeno inhumano y atroz.

Desairado el dios en su amor no correspondido, en un arrebato de cólera partió la tierra con un golpe de su enorme clava o cayado, dando lugar a lo que hoy se conoce como estrecho de Gibraltar. En los dos extremos plantó sus columnas, Calpe y Abila. El agua del Mediterráneo se precipitó sobre la Atlántida, anegándola y destruyendo el maravilloso reino de Atlante. La bella Pirene consiguió escapar a la catástrofe huyendo hacia el norte, para refugiarse en los frondosos bosques de las montañas que más tarde llevarían su nombre.

Hércules, desorientado, recorría el mundo en su busca. Jamás renunciaría al amor de Pirene. La noticia llegó a los oídos de la diosa que, aterrada, incendió los montes, prefiriendo ver todo arrasado y aceptando su propia muerte antes que caer en los brazos del poderoso y caprichoso dios.

Hércules vio la terrible humareda elevándose hasta lo más alto del cielo y, presintiendo la tragedia, se dirigió a grandes zancadas hacia las montañas. Llegó al atardecer, cuando todo era ya una inmensa ascua de bosques ennegrecidos y árboles convertidos en carbón. Buscó a Pirene por valles, colinas, grutas y recónditos parajes, siguiendo el rastro de las lágrimas de su amada, que salpicaban la montaña y cristalizaban en ibones de intensos azules, pequeños lagos que el viajero puede admirar hoy en rincones de increíble belleza.

Encontró al fin a la diosa de sus amores. Quiso rescatarla del incendio, pero ya era tarde. Pirene agonizaba, sonriendo entre los estertores de la muerte, feliz de haber logrado burlar al poderoso hijo de Zeus. Jamás, ni ella ni el monte que le dio cobijo, se someterían a nada ni a nadie.

Hércules, por su parte, se juró a sí mismo que aquella tierra quedaría para siempre marcada con la señal de su amor imposible. Tomó con infinito cariño a Pirene y la enterró allí mismo y, con sus propias manos, preparó el colosal mausoleo. Desgajó del suelo las gigantescas rocas y montañas calcinadas y las fue apilando hasta dejar acabada una inmensa cordillera que desafía a los cielos y que, para siempre, se llamaría Pirineo, en memoria de la hija de Atlante, y como símbolo del amor del dios poderoso. Luego, angustiado y solemne, lo cubrió todo con un sudario blanco de purísima nieve.

De ese Pirineo, forjado en el fuego, la pasión y la fuerza, nacería más tarde una estirpe, una raza, un pueblo heredero de dioses, fantasías y amor a la libertad.


FOTO: Lágrimas de Pirene en el ibón de Estanés. Al fondo, el macizo del Aspe.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Sencillamente, una leyenda deliciosa! ¡Gracias!

Guillermo Spaini dijo...

O te estás poniendo añejo o estás aprendiendo a escribir... O ambas cosas a la vez... O una es conseuencia de la otra... Todas estas dudas filosofales no hacen más que profundizar mi interés por tu blog. Un abrazo.

Nathalie dijo...

Eres un super escritor. Simplemente sensacional!!!!
Cariños.

Beatriz dijo...

Conocía la leyenda de haberla oído relatar aproximadamente como la cuentas, pero creo que tu versión es magnífica y debería adoptarse como única y "oficial". Por favor, continúa escribiendo sobre nuestro "Pirineo fantástico" como dices y no nos prives de tu particular visión de las cosas.