domingo, 6 de septiembre de 2009

Fisioterapeuta rusa

La lectura de este post podría herir la sensibilidad de algunas personas. Si cree formar parte de ese grupo de riesgo, mejor salga a recrearse con los lapachos en flor que hermosean nuestras calles.

La joven se quedó dormida en el diván verde del salón en una difícil postura y decidí llevarla en brazos a la cama para que reposara en mejores condiciones. El esfuerzo me supuso una contractura muscular en la espalda que, cuatro días después, me seguía incomodando con un dolor agudo. Emi, que tiene remedios para casi todo, me facilitó una tarjeta de visita de una señora que, bajo un exótico nombre, que no citaré, anunciaba ampulosamente: “fisioterapeuta rusa”. En la tarjetita figuraban los datos habituales: dirección y teléfono, con un dibujito, arriba a la derecha, alusivo a tan digna profesión.

Concerté una cita para la mañana siguiente. La ubicación correspondía a un alto y feo edificio del microcentro, custodiado por un par de guardias de seguridad de esos que, al verlos, uno se lleva instintivamente la mano a la billetera, tratando de ponerla a salvo. El más bajito anotó mis datos –los cuales no comprobó– en un desgastado libro de registro, mientras me sonreía con una irónica mueca, o eso me pareció.

Subí a la planta no-sé-cuántos y la visión de aquel pasillo estrecho y sucio me produjo tan mala impresión que consideré, rápido, la posibilidad de volver por donde había venido. Pero la espalda me dolía y eso me impulsó a localizar la puerta “G” que indicaba la tarjeta.

Cada una de las numerosas puertas lucía una letra: en unas, la habían escrito con pintura de cualquier color; en otra, con tiza blanca; en alguna, sobre un trozo de papel cuadriculado, cortado de cualquier manera y sujeto con un chinche… La “G”, que yo buscaba, era una chapita dorada, pegada muy arriba, de modo que no se veía fácilmente.

El botón del timbre debió de dejar de funcionar hace tiempo y lo habían resuelto sacando al exterior, a través de un agujero practicado en el marco de la puerta, un pedazo de cable negro del que colgaba un pulsador en forma de pera, de antiquísimo diseño.

Llamé y a los pocos segundos me abrió una señora rubia, de ojos claros, rotundo culo, grandes pechos descansando sobre una panza prominente, pantalón corto y piernas gruesas y blancas, como la leche. Saludé con un “dobriy dieñ!” o “buenos días” en ruso. Me miró como a un extraterrestre, e insistí: “Vi ruskiy?”, o sea “¿es usted rusa?”. No, no era rusa ni entendía una palabra de lo que le estaba diciendo. Luego me dijo que el ruso era su abuelito. Considerando la edad de la dama, supuse que el hombre debió alcanzar la costa americana en una de las carabelas de Colón.

El interior olía mal, como si no lo hubieran ventilado en mucho tiempo. Le conté, en español, mi problema y me aseguró que estaba en el lugar adecuado y que saldría de allá en plena forma, a un precio razonable: cien mil guaraníes. Me mandó a duchar en un cuarto de baño pequeñísimo, con una ducha de las eléctricas, que tanto miedo me dan, sin espacio donde dejar mi ropa, solo con un colgador detrás de la puerta. Puse los zapatos debajo del lavabo, a salvo de posibles salpicaduras. No sabía si salir en bolas, con una toalla arrollada o en calzones. Me decidí por lo último, luciendo un Giulio precioso, de cuadritos en celeste y blanco.

La camilla también estaba hedionda; con un olor acre, como a sudores antiguos. Me dio reparo y asco apoyar la cara sobre aquel lienzo, así que me deslicé un poco hacia adelante para dejar la cabeza fuera de la camilla, en una postura incomodísima, pero preferible.

Todo comenzó muy bien. La mujer conocía su oficio. Localizó enseguida la contractura y comenzó a trabajar el músculo con unos dedos muy hábiles. La mejoría era evidente. Continuó masajeándome a pellizquitos toda la espalda y, cuando llegó más abajo, solicitó permiso para sacarme el Giulio. Lo hizo con muchísima discreción, lo dobló cuidadosamente y prosiguió, muy diligente, sobre los glúteos, las piernas y los pies.

Llegados aquí, me pidió darme la vuelta. Aparenté tranquilidad, pero quedarme mirando al techo significaba dejar mis atributos a la vista, en una situación que se me hacía poco airosa. No hubo caso: rápidamente colocó sobre las partes comprometidas un pañito de color, que me pareció una servilleta, y continuó su cuidadoso masajito por el pecho, la panza y, con sus manos debajo del pañito, por la parte interior del muslo, a la altura de la entrepierna. De pronto me dijo: “Se le está despertando el pajarito”. Reaccioné rápido y un poco grosero: “¡Toma! ¡Como que me está usted tocando los huevos!”.

A partir de aquí, aquello fue una vorágine. Como en los versos de García Lorca, ella se quitó el corpiño; yo no pude quitarme nada, porque ya no me quedaba nada por quitar. El “pajarito” se despertó del todo y tras un respetuoso “con permiso”, la mujer comenzó a interpretar un solo de flauta que no por conocido deja de tener un irresistible encanto para nosotros, los hombres.

Salí de allí como nuevo, sin dolor de espalda y completamente relajado… Al menos por unos días.

Abajo, al pasar junto al guardia, le devolví con descaro su irónica sonrisa.
FOTO: Lapachos rosados (tajy) en una calle de Asunción


6 comentarios:

Niki McGill dijo...

jaaaaaaaaaaaaaaajajajjajajajajjaj
por la advertencia de entrada ya me imaginaba un articulo bañado de sangre tipo Crónica o Popular...

Al final resulto ser una terapia "bastante relajante"....

Enhorabuena...

José Ignacio dijo...

Félix, el episodio ya me lo habías narrado en algún ágape de los terceros jueves de mes, pero te ahorraste algún detalle picarón. Mira no era rusa pero sabía francés y además de calmar el dolor la espalda te aliviaste integramente. Por cierto, cuidado con tus comparaciones que la ONG de "flautistas sin fronteras" te puede meter un paquete. Un abrazo.

Oscar dijo...

Ojo con la proxima!!!!!!, mira si es epileptica!!!!,ja,ja,ja,!!!
oscar

Anónimo dijo...

Me imaginé también una historia "bañada en sangre" como dice "obsesionfatal", pero parece que la historia acabó bien, sobre todo para FG. Jajaja

FG dijo...

No creais que fue tan "relajante", ni tan "bien". Uno tiene su corazoncito y se necesita algo más que un dolor de espalda para disfrutar de un momento así. ¡Otra vez será!

Anónimo dijo...

deja el teléfono así podemos aprovechar de los servicios de fisioterapia!!!