domingo, 19 de octubre de 2008

El destino

La línea del destino de mi mano izquierda se inicia entre los dedos índice y corazón y baja rotunda, contundente y clara hasta el final de lo que en quiromancia llaman el monte de venus, que es esa especie de muslito de ave que llevamos bajo el pulgar. En las líneas de la mano izquierda se encuentran todas las corrientes hereditarias, la genética, lo remoto y lo ancestral, nuestras posibilidades, tendencias e inclinaciones hacia determinadas cosas.

En la mano derecha, por el contrario, puede leerse la realización de esas posibilidades y circunstancias. Se dice que las líneas de la mano izquierda reflejan lo que dios nos ha dado y en la derecha se muestra lo que hacemos con ello.

La línea del destino de mi mano derecha se lee con dificultad y está plagada de interrupciones y bruscos cambios de dirección. Denise Burki, la gitana húngara que me enseñó estas cosas, diría que mi vida está llena de cambios radicales originados por circunstancias que no puedo controlar y a las que soy vulnerable: el amor, el odio, la suerte, la indiferencia, la fatalidad…

A veces creo que mi destino es como una de aquellas tormentas de arena que padecíamos en el Sáhara Occidental, cuando el territorio era aún español y construíamos por allá el primer puerto pesquero en el Atlántico, que cambian de dirección sin cesar. Uno cambia el rumbo intentando evitarla y ella te sigue obstinadamente, vuelves a cambiar de rumbo y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, y así una y otra vez.

Me recuerda el poema de Kavafis: la ciudad irá en ti siempre, la ciudad es siempre la misma… No podemos despistar al destino simplemente cambiando el rumbo de nuestra vida, porque la tempestad de arena anida en nuestro interior. No podemos, con Kavafis, marcharnos lejos esperando deshacernos de nuestros demonios en una nueva ciudad, porque la ciudad va siempre en nosotros.

Solo nos queda enfrentarnos a la tormenta, a nuestros monstruos, apretar los puños, adentrarnos en su interior y luchar. En algún momento sentiremos que el viento amaina, que los granos de arena dejan de ser aguijones que se clavan en nuestra piel. Y puede que no reconozcamos como propia la fuerza que nos ha llevado a ganarle la batalla al destino, pero ahí estaba, esperando a que decidiéramos afrontar el combate.

Cuando la tempestad de arena haya pasado, no comprenderemos cómo hemos logrado sobrevivir. Tal vez ni siquiera estemos seguros de que haya cesado de verdad. Pero algo habrá cambiado para siempre: la persona que surja de la tormenta no será la misma que penetró en su interior.

1 comentario:

Laura Santander dijo...

Félix me encanta el texto, es fantástico, y me encanta el poema de que citaste... y lo transcribo para compartirlo con los lectores:
Dices Iré a otra tierra, hacia otro mar
y en una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condensado,
y mueve mi corazón
Lo mismo que mis pensamientos en esta desolada
languidez.
Donde vuelvo mis ojos sólo veo
las obscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí.

No hallarás otra tierra ni otra mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios
llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques
-no la hay-,
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.