A veces, algunos pensamientos, ciertas imágenes, vuelven a nuestra mente con tan obstinada insistencia que nos recortan, si cabe, lo que nos queda de vergüenza y dignidad. No se puede hacer mucho por evitarlo, si no es distraer la mente y cambiar de rumbo, no vaya a ser que naveguemos eternamente entre las tormentas y tempestades de esa obsesión. Han pasado ya unas semanas desde que recibí el impacto que me produjo la mujer protagonista de esta historia, y aún no he logrado liberarme totalmente de aquella imagen. Ocurrió un sábado sin sol, a la puerta de un pequeño supermercado cercano a mi casa, donde suelo hacer las compras más urgentes.
Allí estaba ella: joven, con un aspecto fresco y limpio, pantalón vaquero ajustado, zapatillas deportivas, chaleco atado a la cintura, cuidada piel morena, el pelo recogido en una cola sencilla y pulcra. Como una niña buena que viniera de charlar un rato con sus amigas, sin maldades.
Allí estaba ella: inmóvil, de pie como una estatua de sal, mirando sin decir nada, extendiendo su mano con la misma humildad con la que nosotros la alzábamos, de pequeños, rogando una propina a nuestros papis. Me sorprendieron sus ojos oscuros, profundos y tristes, encendidos de vergüenza, quizás por tener que suplicar en aquella puerta, pidiendo para lo que fuera, soportando la indiferencia de tantos extraños que, insensibles y ajenos, pasábamos junto a ella. Parecía tan normal que asustaba.
Sin proponérselo, uno cae en la justificación rápida de creer que quien arrima la mano es siempre para malgastarlo en vicios o en necedades. Con este pensamiento transité con mi carrito por los pasillos del supermercado, cumplimentando mi lista de compra e intentando suavizar, de alguna forma, el contraste inesperado de lo que parecía una “niña bien” pidiendo en silencio.
No había terminado de pagar en caja cuando me percaté de que la chica hacía cola dos posiciones más atrás, sosteniendo entre sus brazos una caja de galletas de las más baratas y un bote de leche en polvo para bebés. Quedé perplejo.
Me fui con la cabeza baja, el carrito lleno de porquerías y el corazón sucio y triste. Abrumado, como en uno de esos sueños en los que te ves incapaz de hacer lo correcto y despiertas aturdido, solo que, esta vez, el entorno era real.
No volveré a comportarme con tanta indiferencia. Regresaré al supermercado y, si la encuentro, le pagaré galletas de primera, leche de la cara y hasta algún que otro caprichito, aunque sean los últimos guaraníes que me queden en el bolsillo.
Hasta entonces, supongo que no podré recuperar mi dignidad. Con suerte.