sábado, 19 de diciembre de 2009

Adiós

Durante los años vividos en Asunción, escribir una nueva entrada fue un agradable quehacer en mis horas vacías entre luces, en las madrugadas compartidas con mi más fiel compañera de almohada -la soledad-, o repartiendo ratos y entusiasmo entre la cocina, la compu y el skype para hablar con mi mujer.

Pero el tiempo y la cercanía del regreso a mi casa, fueron mitigando mis arrebatos de humilde escribidor de blogs, y los calores de esta primavera que termina asolaron la cosecha de mis pobres letras, suavizaron los delirios de mi torpe cabeza, y el ensueño desapareció.

“Cuaderno de Asunción” me aportó utopías y espejismos y yo contribuí con lo que pude, con lo que me daba el cuero. Aprendí a pensar más y mejor y a actuar de una manera más práctica, algo cínica y desvergonzada, eso sí. Con un pragmatismo nuevo que acabó por instalarse definitivamente en mi vida, convirtiéndola en lo que es.

Me ejercité en la insolencia para defenderme de falsos amigos, compañeros desleales y gentes interesadas y, casi sin darme cuenta, descubrí en el camino personas sencillas y encantadoras, hombres y mujeres que acabaron por quererme y me ayudaron, con elegante generosidad, a darle otro sentido al insustancial devenir de mis días paraguayos.

Gracias a ellos aprendí a quererme más y, de este modo, supe también querer mejor. Ha sido esta una época de las que marcan, por más que, de una manera u otra, todas dejan su huella. Han sido unos años crudos y difíciles, detrás de otros que quizás tampoco tuvieron desperdicio pero que, a diferencia de estos, no gozaron de documentación digital.

Creo que el pasado no debe volver. Este blog no tiene ya ningún sentido porque está lleno de pasado, porque se impregnó demasiado de mi historia, de la historia de cada cual en mi entorno, como un corolario proveniente de algo que terminó, de secuelas y vivencias llegadas del pretérito imperfecto.

¡Adiós y feliz Navidad!

domingo, 13 de diciembre de 2009

Volver

Hay muchas cosas que se han ido acumulando en la casa. Demasiadas. Pero vivir tiene eso: cosas inútiles en torno nuestro, objetos como recuerdos. Con los años, objetos y recuerdos son lo mismo. Un día, cuando ya no estemos, alguien tirará a la basura todo lo amontonado. A eso se reducen, así acaban, casi siempre, los recuerdos.

Vuelvo a mi casa, con mi familia, al otro lado del mar, porque ya nada me ata a este lugar o tal vez porque, pasada cierta edad, uno solo sabe ser lo que repite. Alguien, sin cuya eficacia la rutina diaria me hubiera sido bastante más trabajosa, ha puesto en mis cosas un orden pulcro que las hace maravillosamente ajenas. Es casi una ofensa alterar esa diáfana geometría de la casa desocupada de mí mismo, con las maletas dispuestas para el viaje.

Echo una penúltima ojeada al fulgor blanco de la heladera vacía. Trato de que mis pasos no dejen huella. Es una estupidez, pero me apetece vagar ahora, despacio, por las habitaciones, como si no hubiera llegado nunca, como si no tuviera que marcharme. Sin hacer ruido. Tal vez así la vida no se entere de que todo retorna. Ese todo que me asusta, me emociona y me conmueve.

Hace tiempo que, por repetidos, ya no me impresionan los regresos. Pero aquí compartí con otra gente, durante mucho tiempo, aire impregnado de amigos, de bahía, de tajys, naranjos y jacarandás, y ahora volver me parece una traición, como un "borrón y cuenta nueva" bajo las peculiares imágenes de mi biografía, un triste gris entre el recuerdo y el olvido.

Dándose de bruces con el retorno a una realidad antigua, querida y siempre evocada.


FOTO: Viendo la vida pasar.

domingo, 6 de diciembre de 2009

La chica del súper

A veces, algunos pensamientos, ciertas imágenes, vuelven a nuestra mente con tan obstinada insistencia que nos recortan, si cabe, lo que nos queda de vergüenza y dignidad. No se puede hacer mucho por evitarlo, si no es distraer la mente y cambiar de rumbo, no vaya a ser que naveguemos eternamente entre las tormentas y tempestades de esa obsesión.
Han pasado ya unas semanas desde que recibí el impacto que me produjo la mujer protagonista de esta historia, y aún no he logrado liberarme totalmente de aquella imagen. Ocurrió un sábado sin sol, a la puerta de un pequeño supermercado cercano a mi casa, donde suelo hacer las compras más urgentes.

Allí estaba ella: joven, con un aspecto fresco y limpio, pantalón vaquero ajustado, zapatillas deportivas, chaleco atado a la cintura, cuidada piel morena, el pelo recogido en una cola sencilla y pulcra. Como una niña buena que viniera de charlar un rato con sus amigas, sin maldades.

Allí estaba ella: inmóvil, de pie como una estatua de sal, mirando sin decir nada, extendiendo su mano con la misma humildad con la que nosotros la alzábamos, de pequeños, rogando una propina a nuestros papis. Me sorprendieron sus ojos oscuros, profundos y tristes, encendidos de vergüenza, quizás por tener que suplicar en aquella puerta, pidiendo para lo que fuera, soportando la indiferencia de tantos extraños que, insensibles y ajenos, pasábamos junto a ella. Parecía tan normal que asustaba.

Sin proponérselo, uno cae en la justificación rápida de creer que quien arrima la mano es siempre para malgastarlo en vicios o en necedades. Con este pensamiento transité con mi carrito por los pasillos del supermercado, cumplimentando mi lista de compra e intentando suavizar, de alguna forma, el contraste inesperado de lo que parecía una “niña bien” pidiendo en silencio.

No había terminado de pagar en caja cuando me percaté de que la chica hacía cola dos posiciones más atrás, sosteniendo entre sus brazos una caja de galletas de las más baratas y un bote de leche en polvo para bebés. Quedé perplejo.

Me fui con la cabeza baja, el carrito lleno de porquerías y el corazón sucio y triste. Abrumado, como en uno de esos sueños en los que te ves incapaz de hacer lo correcto y despiertas aturdido, solo que, esta vez, el entorno era real.

No volveré a comportarme con tanta indiferencia. Regresaré al supermercado y, si la encuentro, le pagaré galletas de primera, leche de la cara y hasta algún que otro caprichito, aunque sean los últimos guaraníes que me queden en el bolsillo.

Hasta entonces, supongo que no podré recuperar mi dignidad. Con suerte.

sábado, 28 de noviembre de 2009

La corbata


Ayer, un amigo [1] me regaló una corbata. Nada extraordinario, dirán ustedes con toda la razón del mundo. Cada cumpleaños le aporta a uno, al menos, un par de corbatas, con esa exigua imaginación que tenemos la mayoría de las personas para estas cosas, aunque se agradece igual el detalle. A mí me gusta más que me regalen un libro, cualquier libro, que son, como suelo decir, fuente de sabiduría.

Pero ayer la corbata, con ser linda y fácil de combinar con algunas de mis camisas, no fue lo más importante. El verdadero regalo lo descubrí, como un tesoro, al abrir el sobre que la acompañaba y leer las sentidas palabras que mi amigo me dedicaba, a modo de despedida, unas pocas semanas antes de abandonar, yo, Asunción.

Él sabe que no me gustan las corbatas, que solo me las pongo cuando estoy acorralado por las circunstancias, cuando no me queda más remedio y no veo otra posibilidad de vestir medianamente presentable ante algún evento que lo requiere: “Un detalle –escribe– por si se te ocurre usarla, que alguna vez puede que se te ocurra”.

En este club de intereses e interesados en que hemos convertido lo social, lo sociable y la sociedad, no es habitual que le refuercen a uno su autoestima con frases como “la verdad es que te has hecho querer, qué buen tipo eres, joder, lo que sabes, qué envidia…”

Por supuesto que mi amigo no tiene nada que envidiarme. Soy yo ahora quien le envidia por ser capaz de expresarse, en estos tiempos de egoístas y mediocres, con tanta generosidad, con tanta esplendidez: “Quiero que sepas –dice– que me siento afortunado por conocerte…”.

Soy yo el afortunado. Soy yo ahora quien se ruboriza ante los elogios y se emociona con tanto aplauso. Hoy me siento dichoso y feliz de tener un amigo así, de haber conocido a una persona para la cual la amistad, el afecto, la lealtad y la nobleza de estilo representan todavía valores preciosos, por encima de cualquier otra consideración.

Gracias, querido amigo.

[1] Emilio Jambrina, Coronel Agregado Militar de la Embajada de España en Paraguay, donde nos conocimos. Falleció en marzo de 2020. DEP.
FOTO: Corbatas. Luis XIV de Francia diseñó para el regimiento real un pañuelo con la insignia de la corona, al que denominó "cravette". A este regimiento se le conoció como Royal Cravette.

domingo, 22 de noviembre de 2009

El baño

Tengo una amiga metida en esas cosas del teatro, del cine y de la interpretación. Ahora está ocupada en un cortometraje cuya trama no me ha desvelado, pero que le exige filmar horas y horas en el principal cementerio de la ciudad. La Recoleta creo que se llama, como el de Buenos Aires.

Hace un par de días me escribió quejándose de que, con tanto calor como estamos padeciendo, el maquillaje se le corre como un líquido pringoso, pastoso y resbaladizo. “Hasta las tetas” me dijo la descarada.

Pero su protesta, dado que lo del calor parece no tener remedio, la centró en la ausencia, en el mismo cementerio, de un baño donde recomponer el maquillaje desmoronado. No sé si es habitual que los cementerios dispongan de baño. Tal vez sea una buena idea para cuando las familias acuden a adecentar el nicho y colocarle unas flores al finado –que maldita la falta que le hacen– y los niños se ponen pesados con lo de “pipi mami” o el abuelito con lo de la próstata.

Seguramente, la mami elegirá un rinconcito lo más discreto posible donde bajarle las bermudas al nene o la bombachita a la nena o sugerirle al viejo dónde aliviarse sin llamar la atención. Problema resuelto, por más que algunos lo consideren una falta de respeto para con el personal allí definitivamente estacionado.

A mí me parece bien que no haya baño en los cementerios. Total, los muertos no lo van a usar y los vivos tienen la oportunidad de mearse encima de un marido promiscuo o de una mujer desleal o de un líder indígena corrupto o de un político de mierda o de aquel jefe que un día te tocó el culo o de aquel chongo que te dejó plantada o, recíprocamente, de la yiyi que te corneó.

La vida no ofrece con frecuencia ocasiones así.


FOTO: Los niños del "pipí mami" cumpliendo con las instrucciones recibidas de su progenitora.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Nuevas tecnologías


Apenas unos minutos después de que el Airbus 340, que nos llevaría a Madrid, despegara de Sao Paulo, mi ocasional compañero de viaje bajó su mesita, colocó sobre ella una laptop de novísima generación, pulsó el botoncito on/off y esperó a que arrancara la última versión del sistema operativo más popular y más repudiado de todos los tiempos.

No pude reprimir el deseo de echar un vistazo, de reojo, a lo que vendría a continuación, pensando que, tal vez, el hombre querría ver tranquilamente una película recién descargada con el emule o las fotos de la brasilera con la que, supuestamente, habría intimado la noche anterior o se pondría a jugar al master mind, muy recomendable para mantener la cabeza en buen estado. Mis suposiciones no se cumplieron y lo que emergió en la pantalla fue una complicada  -me pareció- hoja de cálculo sobre la que se puso a teclear con evidente soltura y máxima atención.

Se me ocurrió pensar en cómo las nuevas tecnologías han mudado el aire de nuestras vidas. En otros tiempos, aquel hombre me hubiera hablado de su trabajo, de los motivos de su viaje, de sus hijos o de sus nietos… Yo le hablaría de Katutura, mi relato recién publicado, y de lo que me gusta el bacalao con tomate que cocina mi mujer. Tantas horas de vuelo dan para mucho y quizás hasta hubiéramos intercambiado nuestras tarjetas de visita con el deseo de encontrarnos próximamente en su ciudad o en la mía. En cualquier caso, hubiera sido un viaje muy agradable.

Las nuevas tecnologías, ciertamente, han conseguido modificar en profundidad nuestro estilo de vida y algunas de nuestras costumbres más arraigadas. Durante los años vividos en Asunción muchas personas me han mandado, a través del correo electrónico, una sucesión infinita de cadenas estúpidas, sugerencias, consideraciones, recomendaciones, advertencias, admoniciones, consejos, invitaciones, observaciones, presentaciones, exabruptos, dictámenes, premios, exhortaciones, encomiendas, sinecuras y prebendas que, todas juntas, han transformado profundamente mis hábitos y transmutado mis rutinas. Con mi vecino de asiento absorto en la Excel, y sin mejor cosa que hacer, sobrevolando las Azores ya tenía yo, in mente, una lista de las más importantes:

I – No tomo Coca-Cola desde que supe que la usan para limpiar el sarro de los baños, que puede disolver mi intestino en un plisplás y que el edulcorante utilizado produce un cáncer que te saca del mundo en cuatro días.

II – No frecuento los Kentucky Fried Chicken ni los Mac Donald, porque el pollo procede de engendros horripilantes, sin ojos ni plumas, criados en laboratorios de multinacionales asesinas, y la carne molida de las hamburguesas está obtenida de lombrices mutantes que cultivan para este fin.

III – Tampoco compro leche envasada en tetrapack, porque ha sido reciclada no sé cuántas veces, como indica claramente un número impreso en la base de la caja.

IV – No tomo bebidas enlatadas, por el peligro de intoxicarme con orín de rata u otros roedores capaces de transmitir la peste bubónica.

V – Mis sobacos apestan porque no uso desodorante, que son cancerígenos, según un estudio publicado por una universidad americana de máxima solvencia.

VI – Solo veo las pelis que me bajo de internet, no vaya a ser que, en el cine me siente sobre una aguja infectada de sida o alguna otra enfermedad extraterrestre.

VII – Nunca me llegó el prometido Nokia de última generación, ni las entradas que gané para visitar Disneylandia con todos los gastos pagados, ni el fin de semana con Pamela Anderson que me pedí después de reenviar a todos mis amigos y conocidos el mantra mágico recibido del mismísimo Dalai Lama.

VIII – Transferí una buena parte de mis ahorros a la cuenta de Anne Bruce, una pobre chiquilina que enfermó en más de 3.000 ocasiones con otras tantas enfermedades extrañas y que, cosa rara, tiene siempre 7 años desde 1995.

IX – Me informaron 287 veces de que Hotmail iba a borrar mi cuenta de correo si no mandaba un determinado mensaje a toda mi lista de contactos con el que, supuestamente, se evitarían “cuentas inactivas que atrofian y aumentan el tráfico en el servicio” (sic).

X – Llevo acumulados unos 3.800 años de mala suerte, 2.906 maldiciones bíblicas y he muerto 118 veces, como consecuencia de todas las cadenas que rompí.

Además, puse mi dirección de correo en una lista con unos 10.000 imbéciles más, para salvar de la extinción a una ardilla voladora de las islas Molucas; renuncié a sacar plata de los cajeros por temor a que me clonaran la tarjeta y, en las discotecas, ya no me fío de ninguna mujer, no vaya a ser que me lleve a un hotel para drogarme y luego me quiten un riñón para venderlo en el mercado negro y dejarme muerto dentro de una heladera.


IMPORTANTE – Si no copias este texto y lo envías al menos a 500.000 personas en los próximos 30 segundos, un dinosaurio morado, que canta guaranias, vendrá a comerse a tu familia, mañana a eso de las 5:30 pm y, al salir del trabajo, una ura te meará en los ojos dejándote ciego y te saldrá una hemorroide gigante en el mismísimo orto.

domingo, 4 de octubre de 2009

Walter Cronkite, periodista


Aunque el periodismo norteamericano fue, hasta el 11 de septiembre de 2001, mucho más que poner los pies encima de la mesa, Walter Cronkite tenía en su despacho una fotografía suya en la que aparecía en esa escasamente ortodoxa postura.

Ha muerto a los 92 años y con él ha desaparecido cualquier vestigio de una forma de ser y de hacer el periodismo. Era tal su credibilidad que en los Estados Unidos se decía que, hasta que Walter Cronkite no contaba una noticia, el público norteamericano no la daba por buena.

Para Walter, el periodismo era mucho más que aparecer y aparentar. Conocía su capacidad de influencia, bien ganada por su integridad profesional, y no se arredraba frente al poder. Fue el primero en contar la verdad de lo que estaba pasando en la guerra de Vietnam y, como ha reflejado un comunicado con ocasión de su fallecimiento, “Cronkite se dirigía a la nación, mientras otros se limitaban a presentar las informaciones”.

Su decisión de meter día a día, durante años, las escenas sangrientas de esa guerra en los hogares del país, fue lo que más ayudó a crear una conciencia nacional anti Vietnam entre el público y los gobernantes norteamericanos. En algún momento de su presidencia, Lyndon Johnson llegó a comentar: “Si he perdido a Cronkite, he perdido a la clase media norteamericana”.

Comenzó su andadura profesional como reportero en el diario Houston Post y después trabajó para United Press, para la que fue corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial. Se resistió a trabajar en la televisión porque, para él, el verdadero periodismo era el de los periódicos.

Sin embargo, todos le conocían como el presentador de las noticias de la CBS, hasta el extremo de que el presidente de esta cadena ha afirmado que es imposible imaginar a la CBS News, al periodismo y a los Estados Unidos sin Walter Cronkite. Nadie duda en que la gran mayoría de los jóvenes de esta generación aprendieron con él las más ilustradas, concisas y objetivas lecciones de la historia contemporánea.

Era tan cierto lo que decía que, al final de sus informativos, añadía una frase que no dejaba lugar a dudas “And that’s the way it is” (”Y así son las cosas”).

Habría que añadir que “así eran las cosas”, porque ahora son bien distintas. Hoy en día, ni en los Estados Unidos ni mucho menos en nuestro país existe un periodismo digno de tal nombre. Hoy no hay un periodista respetado por el poder, sino halagado, comprado o perseguido por ese poder, que se siente inmune a cualquier crítica.

Fuera del poder hacer mucho frío –también para los que no sueltan el botafumeiro– y solo por esa razón podemos entender algunos discursos de elogio a la nada.

Sin embargo, es mucho más significativo leer los elocuentes silencios de algunos pesos pesados con cierto poderío intelectual, que no se pueden permitir aparecer, dentro de algún tiempo, en las hemerotecas, como los que acompañaron a las moscas camino de la gran mierda.

Hoy, los dueños de los medios de comunicación no están interesados en que se cuente la verdad, sino en que se haga propaganda de sus intereses o se destruya al contrario.

Hoy, Walter Cronkite no sería posible.

Descanse en paz.


FOTO: Cronkite como corresponsal de guerra en Vietnam.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Cebollas



Como sucede casi siempre con estas historias, no hay nada que pueda comprobarse científicamente, pero lo cierto es que a la cebolla se le han atribuido poderes afrodisíacos desde tiempos muy antiguos.

Los egipcios prohibían que un sacerdote comiera cebollas, debido a sus propiedades de estimulación de la libido. Griegos y romanos la usaban con este propósito y Ovidio la menciona expresamente como un afrodisíaco “en el arte de amar”. En cambio, el poeta Marcial la recomienda para alejar al marido. Nada extraordinario al fin, dado que los maridos suelen alejarse sin necesidad de mayores motivaciones y, además, si era la dama quien debía ingerir el remedio, me imagino al pobre hombre huyendo despavorido, tras percibir el pestilente aliento encebollado de la parienta.

Durante la oscura edad media, fue ingrediente de otra medicina más misteriosa: la del amor. La doncella afligida solo tenía que acudir a la bruja del barrio para conseguir el llamado “pastel del amor”, cuyo componente principal era, por supuesto, la cebolla. Pero, ya se sabe que, tratándose de magas y hechiceras, las cosas no son sencillas y el pastel requería ser amasado sobre las propias nalgas de la damisela. La leyenda no lo dice, pero quiero suponer que la cocción de la masa no exigiría también introducir en el horno el culo de la joven.

Seguramente, mientras se terminaba de cocinar la empanada milagrosa, la moza, con la falda remangada y la bombacha en la mano, estaría metida hasta las rodillas en algún riachuelo de cristalinas aguas, frotándose el traste con ramas de romero y tomillo u otras hierbas aromáticas, a fin de contrarrestar tan repulsivo olor. No vaya a ser que resultase peor el remedio que la enfermedad.

Los mozos del medievo la utilizaban para fines más conspicuos. Si uno tenía problemas en la cama y no lograba la firmeza deseada, la ingesta de cebollas se convertía en un socorrido “viagra” capaz de enderezar a un muerto. La receta dice que con freírlas en aceite de oliva, junto con un par de yemas de huevo, o tomar su jugo mezclado con miel durante tres días, el efecto es espectacular.

Así lo describe Sheik al-Nefzawi en el clásico de la literatura erótica “El jardín perfumado”, escrito en el año 1535: “El órgano de Abu el-Heloikh permaneció treinta días en erección, sin desfallecer un instante, porque había tomado cebollas."

¡Como si tal cosa, el tipo! ¡Feliz primavera!


FOTO: Cebollas en el restaurante "La cocina de Gulliver",
en Areguá.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Fisioterapeuta rusa

La lectura de este post podría herir la sensibilidad de algunas personas. Si cree formar parte de ese grupo de riesgo, mejor salga a recrearse con los lapachos en flor que hermosean nuestras calles.

La joven se quedó dormida en el diván verde del salón en una difícil postura y decidí llevarla en brazos a la cama para que reposara en mejores condiciones. El esfuerzo me supuso una contractura muscular en la espalda que, cuatro días después, me seguía incomodando con un dolor agudo. Emi, que tiene remedios para casi todo, me facilitó una tarjeta de visita de una señora que, bajo un exótico nombre, que no citaré, anunciaba ampulosamente: “fisioterapeuta rusa”. En la tarjetita figuraban los datos habituales: dirección y teléfono, con un dibujito, arriba a la derecha, alusivo a tan digna profesión.

Concerté una cita para la mañana siguiente. La ubicación correspondía a un alto y feo edificio del microcentro, custodiado por un par de guardias de seguridad de esos que, al verlos, uno se lleva instintivamente la mano a la billetera, tratando de ponerla a salvo. El más bajito anotó mis datos –los cuales no comprobó– en un desgastado libro de registro, mientras me sonreía con una irónica mueca, o eso me pareció.

Subí a la planta no-sé-cuántos y la visión de aquel pasillo estrecho y sucio me produjo tan mala impresión que consideré, rápido, la posibilidad de volver por donde había venido. Pero la espalda me dolía y eso me impulsó a localizar la puerta “G” que indicaba la tarjeta.

Cada una de las numerosas puertas lucía una letra: en unas, la habían escrito con pintura de cualquier color; en otra, con tiza blanca; en alguna, sobre un trozo de papel cuadriculado, cortado de cualquier manera y sujeto con un chinche… La “G”, que yo buscaba, era una chapita dorada, pegada muy arriba, de modo que no se veía fácilmente.

El botón del timbre debió de dejar de funcionar hace tiempo y lo habían resuelto sacando al exterior, a través de un agujero practicado en el marco de la puerta, un pedazo de cable negro del que colgaba un pulsador en forma de pera, de antiquísimo diseño.

Llamé y a los pocos segundos me abrió una señora rubia, de ojos claros, rotundo culo, grandes pechos descansando sobre una panza prominente, pantalón corto y piernas gruesas y blancas, como la leche. Saludé con un “dobriy dieñ!” o “buenos días” en ruso. Me miró como a un extraterrestre, e insistí: “Vi ruskiy?”, o sea “¿es usted rusa?”. No, no era rusa ni entendía una palabra de lo que le estaba diciendo. Luego me dijo que el ruso era su abuelito. Considerando la edad de la dama, supuse que el hombre debió alcanzar la costa americana en una de las carabelas de Colón.

El interior olía mal, como si no lo hubieran ventilado en mucho tiempo. Le conté, en español, mi problema y me aseguró que estaba en el lugar adecuado y que saldría de allá en plena forma, a un precio razonable: cien mil guaraníes. Me mandó a duchar en un cuarto de baño pequeñísimo, con una ducha de las eléctricas, que tanto miedo me dan, sin espacio donde dejar mi ropa, solo con un colgador detrás de la puerta. Puse los zapatos debajo del lavabo, a salvo de posibles salpicaduras. No sabía si salir en bolas, con una toalla arrollada o en calzones. Me decidí por lo último, luciendo un Giulio precioso, de cuadritos en celeste y blanco.

La camilla también estaba hedionda; con un olor acre, como a sudores antiguos. Me dio reparo y asco apoyar la cara sobre aquel lienzo, así que me deslicé un poco hacia adelante para dejar la cabeza fuera de la camilla, en una postura incomodísima, pero preferible.

Todo comenzó muy bien. La mujer conocía su oficio. Localizó enseguida la contractura y comenzó a trabajar el músculo con unos dedos muy hábiles. La mejoría era evidente. Continuó masajeándome a pellizquitos toda la espalda y, cuando llegó más abajo, solicitó permiso para sacarme el Giulio. Lo hizo con muchísima discreción, lo dobló cuidadosamente y prosiguió, muy diligente, sobre los glúteos, las piernas y los pies.

Llegados aquí, me pidió darme la vuelta. Aparenté tranquilidad, pero quedarme mirando al techo significaba dejar mis atributos a la vista, en una situación que se me hacía poco airosa. No hubo caso: rápidamente colocó sobre las partes comprometidas un pañito de color, que me pareció una servilleta, y continuó su cuidadoso masajito por el pecho, la panza y, con sus manos debajo del pañito, por la parte interior del muslo, a la altura de la entrepierna. De pronto me dijo: “Se le está despertando el pajarito”. Reaccioné rápido y un poco grosero: “¡Toma! ¡Como que me está usted tocando los huevos!”.

A partir de aquí, aquello fue una vorágine. Como en los versos de García Lorca, ella se quitó el corpiño; yo no pude quitarme nada, porque ya no me quedaba nada por quitar. El “pajarito” se despertó del todo y tras un respetuoso “con permiso”, la mujer comenzó a interpretar un solo de flauta que no por conocido deja de tener un irresistible encanto para nosotros, los hombres.

Salí de allí como nuevo, sin dolor de espalda y completamente relajado… Al menos por unos días.

Abajo, al pasar junto al guardia, le devolví con descaro su irónica sonrisa.
FOTO: Lapachos rosados (tajy) en una calle de Asunción


sábado, 29 de agosto de 2009

Agosto

Casi se me escapa el mes sin haber escrito una sola línea en el blog. He estado de vacaciones, en Jaca, medio agosto, y el otro medio muy ocupado en la revisión de estilo del texto de mi libro, de la mano de Laura, como hacen los buenos escritores, mirá vos. Laura sabe mucho de eso y me pone comas donde faltan, me quita algún que otro acento, me propone sinónimos cuando repito una palabra demasiadas veces, me sugiere dónde debería usar comillas y dónde no… ¡Una joya, esta chica!

Lo cierto es que tenía un par de temas en la recámara para este mes, pero con la movida que digo, se quedan ya para septiembre. Como los malos estudiantes en el hemisferio norte.

Este verano hemos estado solos, mi mujer y yo, en Jaca. Guillermo se fue a Berlín, Diego a Nueva Orleans y Jorge trabajando en el pantano de Mequinenza. Visitamos una reserva natural en pleno Pirineo y, después de muchos intentos, conseguí tomar una foto de un lince ibérico, que dicen que es muy difícil. Aquí os pongo la imagen para que veáis qué majo es el bicho ese, en peligro de extinción, el animalito.


Me dio está vez por recuperar y practicar algunas actividades aéreas que tenía medio olvidadas: el vuelo sin motor y el parapente. Muy cerquita de Jaca tenemos un aeródromo, el de Santa Cilia, donde se dedican a esas cosas; pagando, claro. Entre lo que te cobran por la avioneta de remolque para llegar a la térmica, el alquiler del planeador, el instructor y el seguro, te sale un ojo de la cara y casi el otro, así que, para no quedarme ciego, volé nada más que un par de horas en este planeador de la foto. Arriba, solo se oye el sisear del aire cortado por el velero. Sobrecoge un poco ese silencio.

El parapente es mucho más accesible. Ahí estoy volando algo inclinado, porque la corriente térmica que sube por la ladera de la montaña, -la “dinámica” se llama- me empujaba de lado. El instructor, que es el que va delante, me lo advirtió enseguida y pude corregir la posición sin ninguna dificultad. Mi mujer se empeñó en acompañarme, porque dijo que quería ser ella la primera en recoger y hacerse cargo de los restos de su marido. ¡Optimismo puro, sí!

Me olvidaba del libro. Aquello que empezó como “la historia de Hans” se va a llamar, definitivamente, “Katutura”, que es el nombre del suburbio negro de Windhoek, en Namibia, donde discurre la mayor parte del relato. Tendrá 112 páginas exactamente, y ya está diseñado todo, incluso tapas y solapas. Lo más probable es que esté editado para mediados de octubre. Algunos se apuntaron ya para recibir un ejemplar cuando publiqué en este blog uno de los capítulos. Si alguien más está dispuesto a soportarme, no tiene más que decirlo. Termino con la foto de Katutura, abajo.

Un par de tipos, que casi no se ven, están haciendo pipí al fondo a la izquierda. Evidentemente, no hay cuartos de baño en el barrio.